Eunice Odio
(San José, Costa Rica, 18 de octubre 1919-
Ciudad de México, México, 23 de marzo de 1974.

Hace tiempo, allá en mi Nicaragua natal, sentados alrededor de una mesa en una esquina solitaria del restaurante Asia en la ciudad de Granada, el poeta insurrecto Carlos Martínez Rivas, emocionado-mientras libaba tragos de ron oro- me habló de una poeta de su juventud y que jamás olvidó. Mujer recurrente en sus recuerdos de los años de bohemia en México. Con una lucidez extraordinaria, mientras sorbia el ron, recordaba con dulzura y nostalgia a esa poeta, femme fatale que recién había muerto. Esa poeta era Eunice Odio que para esos días a mediados de 1a década de los 70s. ya era mito y leyenda.
Carlos, siempre rememoraba la belleza exótica, los movimientos felinos y una mirada triste de la Eunice que había estado en Granada en los tiempos de la Vanguardia y su juventud. En su INSURRRECION SOLITARIA, Martínez Rivas dejó constancia de su admiración por esta poeta, – que vivió siempre en su memoria- con un hermoso poema. Eunice Odio según sus biógrafos murió sola, en la pobreza, alcohólica y desamparada, en la ciudad de México por el ostracismo de artistas que la marginaron por rechazar el comunismo cubano.
“Eunice Odio volvió a visitar Nicaragua –por tercera vez– en marzo de 1963: regresaba de San José, donde había sido enviada como corresponsal por la revista mexicana Respuesta para darle cobertura a las conferencias de los mandatarios centroamericanos con John F. Kennedy. Durante su estancia en Managua, fue entrevistada por José Francisco Borge, de La Prensa”.
(Esquivel Tovar, 1989).

EUNICE ODIO

Por Carlos Martínez Rivas
(Guatemala, 1924-Managua, 1994)

Y añadió:
-No podrás ver mi faz pues el
hombre no puede verme y vivir
Éxodo, XXXIII, 20

Una visión legendaria, un elevado discurrir, un pensamiento,
—tal a Ávila sus murallas y su gorjeante azul—
la rodeaban defendiéndola
de lo que, extranjero y hostil, podía herir.
Estoy hablando de tu frente.

A los lados están, asomando
como las alas de dos ángeles sumidos por un costado en el muro,
las dos orejas pálidas, acústicas,
precipitándose en el remolino del oído
hasta el fondo. Al estanque del tímpano
en donde se reflejan
el trino del ave, la nota del violín, el soneto.

Y sobre la pulida nariz que suele hundirse
nave en el oleaje de la rosa, buscando
una exacta respuesta de olor a su pregunta,
se encienden los dos ojos, desde la telaraña
redonda, minuciosa y azul del iris.

Y luego, del lecho fresco de los labios, donde tu juventud
parecía haberse tendido ya a sólo madurar,
de golpe, como el agua en los valles,
todo se lanza hacia los hombros y los senos…

Después todo es quietud y desnudez sin fin.

(Sólo en el vientre, el vello.
Creciendo allí tal vez por la misma
secreta razón —aún sólo sabida por él— del musgo)

Muchacha! tú estás sentada sobre la tierra. Miras.
Como lebreles tus largas manos posas:
seres armados, guardan la puerta de tu cuerpo.
La dos carreras a la entrada del Jardín.

He tratado de decir cómo eres;
de ponerte de nuevo delante de mí
oh muchacha desnuda! forma! perfección!
Porque aunque a menudo te vimos,
apenas nos percatamos de tí.
Hablamos mucho de tu gracia porque eso distraía
pero ¡qué poco sospechamos bajo el cariño de la piel
y entre el ir y venir de tu sangre atareada!

Creímos que eras bella solamente para ser
lecho oscuro del sol o chispa de la atmósfera,
y no advertimos cómo sobrellevabas
ese penoso y duro oficio de las cosas bellas
que, tras de su dorada corteza luchan para
salvar al hombre de la Divinidad en bruto.

Porque tras de esa membrana, de esa ala de cigarra,
está escondido, tirante, alerta, lo otro. Detenido
de pronto en su exceso cuando todo iba a estallar.

Un poco más y el compromiso se habría establecido.
Un poco más y habría sobrevenido eso.
De lo que nadie osa hablar.

Pero de ello, si unos pocos tuvieron noticia es mucho.
Porque tú corriste a ponerte disimuladamente en la puerta,
y entonces ya no te vimos sino a tí. ¡Antifaz!
con un pétalo soportando el golpe del ariete sagrado,
con un dedo menudo y perfecto evitándonos
en un diálogo el mayor de los riesgos.

Tú bisel, bisagra, ángulo, eres,
allí el nudo ciego de la lid, del combate
entre lo que intenta revelarse, obtener,
y lo que trata de poner al hombre al amparo
de lo que no podría soportar.

Por eso, para hablar de tu cabello, quise
resistir hasta ahora. Para decir
que está detrás de tí como un árbol
y como un árbol mucho follaje y sombra esparce.
Para ocultarnos lo que nos haría enrojecer y temblar:
el ajetreo de los ángeles, las poleas de lo monumental,
y al Dios mismo en plena tarea, con las dos
media-lunas de sudor alrededor de las axilas.
A veces a tí misma te esquivamos.
Tratamos de cubrirte con palabras
y adjetivos espléndidos, por temor
a ver entre tus pliegues algo de lo desconocido,

pues ¿qué enorme compromiso no traería
haberlo visto aunque fuera una sola vez? Por temor
a conocerte demasiado, de llegar
a ser demasiado de ti y entrar en relación
con lo que quién nos dice cuánto no sería capaz de exigir?

Pero tú entretanto, así,
como una estrella dentro de su armadura,
sonriendo
pones a todo esto un nombre
animador y andadero: belleza.
Y haces que de esta lucha, de esta
cuerda tensa
no brote ni oigamos los cercanos, nada,
nada, sino esa nota pura a la que el corazón
en medio de su afán y su gemir pueda un momento
asirse.
CMR-La Insurrección Solitaria
Diciembre, 1945
España

UN POEMA DE EUNICE ODIO

Recuerdo de mi infancia privada
Por esas puertas que se
Cierran, se abren…

Son puertas que a lo largo del alma me golpean.

No me hables de esas puertas, amigo, no me hables;

porque yo les conozco sus goznes coronados de ira
sus barrotes limados por el cielo,

su tácito desvelo en las noches más altas,
por donde algunas veces transcurrió nuestro amado
como a través del grito duele hasta el hueso el alma,
con temblor de pesado miembro oscuro y prohibido.

Yo he pasado a toda hora
por esas puertas húmedas que se cierran, se abren,

y he reído hasta el hombro
de sentir sus profundos maderos alterados,
porque pasaba un niño coral entre pañales
como ríos de cine sin contorno.

Pero también recuerdo, debajo de mi infancia,
en un secreto abril con habitantes,
con océanos,
con árboles,
una puerta de azul carpintería
por donde algunas veces comenzaba mi madre,
empezaban sus labios,
sus brazos que partían de las olas,
su voz en que cabía la tarde
y apenas mis dos piernas que corrían
desordenando el aire.

Ahora la recuerdo
con mis beligerancias infantiles,
puerta de piedras jóvenes,

mi madre
con sus pasos a ternera boreal, traspasándola,
se incorporaba a la semana
ciñéndose el perfil,
la trenza,
la memoria,

la cintura en escombros de paloma,

y me buscaba
entre los habitantes de abril
con océanos,

con árboles,

y yo corría,

corría,

con mis piernas de niña
para ser hallada

con la voz

en la tarde.
“EL TRÁNSITO
DE FUEGO”
1957.

 

CLAUDIA LARS

Margarita del Carmen Brannon Vega.
(Armenia, Sonsonate, 1899-San Salvador, El Salvador 1974)

Claudia Lars, poeta prolifera, figura de alto kilate en la poética femenina latinoamericana, tuvo en su juventud la oportunidad de convivir con Gabriela Mistral, en Estados Unidos cuando alternaba la poesía y su trabajo de obrera. Residió en la casa de la chilena, primera mujer que gano un nobel en 1945, influencia que fue vital en poética. De esa amistad con Mistral, la joven Claudia escribió un poeta titulado: Evocación de Gabriela Mistral, versos escritos en la casa de Mistral en Santa Barbara, California.
Claudia Lars de extraordinaria belleza tenía veinte años cuando en su patria conoció al poeta Salomón de la Selva mucho mayor que ella. De la Selva fue su primer amor, y también el amor frustrado del poeta nicaragüense precursor del post modernismo. Los biógrafos de Lars narran así su frustrada relación con Salomón de la Selva:
“Inició una relación sentimental con el poeta nicaragüense Salomón de la Selva en 1919, pero sus padres rompieron la relación y mandaron a la joven hacia Estados Unidos donde conoció a Leroy Beers, su primer esposo. En este país enseñó castellano en la Escuela Berlitz de Brooklyn. Brannon regresó a El Salvador junto a su esposo en 1927, al haber sido nombrado cónsul de Estados Unidos, y ese mismo año dio a luz a su único hijo Leroy Beers Brannon. Al mismo tiempo, departió con los intelectuales de la época, entre ellos Salarrué, Alberto Guerra Trigueros, Serafín Quiteño y Alberto Masferrer”.
Claudia Lars (biografía)
www.elsalvadormipais.com/claudia-lars

 

DIBUJO DE LA MUJER QUE LLEGA

En el lodo empinada,
No como el tallo de la flor
y el ansia de la mariposa . . .
Sin raíces ni juegos:
más recta, más segura
y más libre.

Conocedora de la sombra y de la espina,
Con el milagro levantado
en los brazos triunfantes.
Con la barrera y el abismo
debajo de su salto.

Dueña absoluta de su carne
para volverla centro del espíritu:
vaso de lo celeste,
domus áurea,
gleba donde se yerguen, en un brote,
la mazorca y el nardo.

Olvidada la sonrisa de Gioconda,
Roto el embrujo de los siglos,
Vencedora de miedos.
Clara y desnuda bajo el día limpio.

Amante inigualable
en ejercicio de un amor tan alto
que hoy ninguno adivina.
Dulce,
con filtrada dulzura
que no daña ni embriaga a quien la prueba.

Maternal todavía,
sin la caricia que detiene el vuelo,
ni ternuras que cercan,
ni mezquinas daciones que se cobran.

Pionera de las nubes.
Guía del laberinto.
Tejedora de vendas y de cantos.
Sin más adorno que su sencillez.

Se levanta del polvo . . .
No como el tallo de la flor
que es apenas belleza.

EVOCACIÓN DE GABRIELA MISTRAL
(En su casa de Santa Barbara, California)

Tu retiro apenas recogía
rumores de la ciudad mecanizada:
isla para viajeros locos
llena de ciruelas y libros.

No olvido nuestras lecturas
bajo una lámpara,
ni las vistas del escritor noruego
que hablaba de la cuarta dimensión
como si hablara de Oslo.
Fácilmente regreso a los álamos azules
y a ciertos afanes mañaneros
entre remolachas y coles.

Mariposas sin rumbo
querían descansar en tu cabeza
y el perro destructor de escarabajos
se transformaba al oír nuestras voces
en el cordero de Felpa.

Un Buda de marfil tenía asiento
cerca del libro más cristiano entre todos
y el Cristo medieval en su cruz de viernes
agonizada encima de la consola.

Tu profunda mirada
iba del Tranquilo Compasivo al Amoroso Sufriente
afirmando que los dos podían alumbrar la tierra entera
desde el mismo candelabro.

Casa tan quieta y limpia
me obligaba a caminar de puntilla
y era dulce recibir, sin pedirlo,
el oro de tu palabra.

Gocé un verano inmerecido
y rompí noches del corazón
queriendo descubrir abismos.
Por eso al fin dijiste con voz resignada:
“Amiga curiosísima:
llegas hasta mis huesos para observarme
y ya vez: me han matado mis muertos” …

Entonces comprendí las líneas
de un rostro severo
y ahora padezco el largo fuego
de todos tus versos.
1973.