Por José Antonio Luna
“mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin”
ROSARIO CASTELLANOS, (Ciudad de México, 1925 – Tel Aviv, 1974) poeta y narradora mexicana, murió electrocutada en un accidente en su casa. Durante su infancia vivió en Comitán (Chiapas), de donde procedía su familia. Su poesía Trayectoria del polvo (1948) y Lívida luz (1960), exponen las preocupaciones derivadas de la condición de ser mujer. En sus poemas habla de su experiencia vital, los tranquilizantes y la sumisión a que se vio obligada desde la infancia.
Hay en sus poemas un aliento de amor mal correspondido, el mismo que domina el epistolario Cartas a Ricardo, aparecido póstumamente. Su poesía completa fue reunida bajo el título de Poesía no eres tú (1972).
Su mundo narrativo toma muchos elementos de la novela costumbrista. Las novelas Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) recrean con la atmósfera social, tan mágica como religiosa, de Chiapas. Y la situación mísera del campesinado de esa región mexicana, y de su abandono.
Castellanos escribió también cuentos: Ciudad Real (1960), Los convidados de agosto (1964) y Álbum de familia (1971). Obras que revelan, en una dimensión social, la conciencia del mestizaje, y en una dimensión personal, la sensación de desamparo que surge tras la pérdida del amor.
Sus ensayos fueron reunidos en la antología Mujer que sabe latín (1974), título inspirado en el refrán sexista: “mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin”, que puede considerarse representativa de su vida, su obra y su visión de la realidad.
Algunos poemas de Rosario Castellanos
AJEDREZ
Porque éramos amigos y, a ratos,
nos amábamos;
quizá para añadir otro interés
a los muchos que ya nos obligaban
decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente de nosotros:
equitativo en piezas, en valores,
en posibilidad de movimientos.
Aprendimos las reglas, les juramos respeto
y empezó la partida.
Henos aquí hace un siglo, sentados,
meditando encarnizadamente
cómo dar el zarpazo último que aniquile
de modo inapelable y, para siempre, al otro
LA VELADA DEL SAPO
Sentadito en la sombra
-solemne con tu bocio exoftálmico; cruel
(en apariencia, al menos, debido a la hinchazón
de los párpados); frío,
frío de repulsiva sangre fría.
Sentadito en la sombra miras arder la lámpara
En torno de la luz hablamos y quizá
Uno dice tu nombre.
(En septiembre. Ha llovido)
Como por el resorte de la sorpresa, saltas
Y aquí estás ya, en medio de la conversación,
En el centro del grito.
¡Con qué miedo sentimos palpitar
el corazón desnudo
de la noche en el campo!
MONÓLOGO EN LA CELDA
Se olvidaron de mí, me dejaron aparte.
Y yo no sé quien soy
porque ninguno ha dicho mi nombre; porque nadie
me ha dado ser, mirándome.
Dentro de mí se pudre un acto, el único
que no conozco y no puedo cumplir
porque no basta a ello un par de manos.
(El otro es el espacio en que se siembra
o el aire en que se crece
o la piedra que hay que despedazar.)
Pero solo… Y el cuerpo
que quisiera nacer en el abrazo,
que precisa medir su tamaño en la lucha
y desatar sus nudos
en un hijo, en la muerte compartida.
Pero solo… Golpeo una pared,
me estrello ante una puerta que no cede,
me escondo en el rincón
donde teje sus redes la locura.
¿Quién me ha enredado aquí? ¿Dónde se fueron todos?
¿Por qué no viene alguno a rescatarme?
Hace frío. Tengo hambre. Y ya casi no veo
de oscuridad y lágrimas.
AUTORETRATO
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.