ANTES DEL FIN que escribió Ernesto Sabato a los 86 años, verdadero testamento literaria y filosófico, es un hermoso relato de un hombre preocupado por el SER, el hombre y su existencia. Una autobiografía desprovista de toda pretensión, franca, amena, sincera. En su ANTES DEL FIN, Sabato revela su niñez en el pueblo de Rojas, con un padre severo y su soledad, las pesadillas nocturnas inexplicables, su sonambulismo, y una adolescencia triste, de dolor, en un internado de La Plata. Todo el libro destila dolor, soledad y su desesperación por liberarse de su timidez. Cuenta Sabato como buscó en las matemáticas y la física el escape para mitigar su soledad y timidez. Su juventud revolucionaria, su desencanto del marxismo, su huida a Paris para no ir a la URSS, sus estudios de física, y como teniendo un futuro promisorio desistió de seguir siendo científico para finalmente encontrar en la literatura el mecanismo para superar su vacío espiritual y su melancolía que lo acompaño hasta su muerte a los 100 años. Sabato ganó el Cervantes de Literatura, pero no se jactaba de ello, al contrario, buscaba en su relación con los demás la luz que necesitó siempre para nunca claudicar.
Dice Sabato en el inicio de ANTES DEL FIN: Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de San Juan Bautista, acaba de morir, el otro Ernesto, al que, aun en su vejez mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura… Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mi algo nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por la tragedia, y yo entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó quizás los misteriosísimos pavores que sufrí desde chico, las alucinaciones…
JALuna

Este capítulo dedicado a su novela EL TUNEL y única que quiso Sabato publicar, es una prueba de que escribir es el oficio más solitario del mundo y casi siempre el menos comprendido y el más mal pagado.
EL TUNEL LA NOVELA RECHAZADA
POR LAS EDITORIALES
El túnel fue la única novela que quise publicar, y para lograrlo debí sufrir amargas humillaciones. Dada mi formación científica, a nadie le parecía posible que yo pudiera dedicarme seriamente a la literatura. Un renombrado escritor llegó a comentar:
“¡Qué va a hacer una novela un físico!”.
¿Y cómo defenderme cuando mis mejores antecedentes estaban en el futuro?
El túnel fue rechazado por todas las editoriales del país; hasta por Victoria Ocampo, que se excusó diciéndome: “Estamos medio fundidos, no tenemos un cobre partido por la mitad”. Qué auténtica me pareció entonces esa frase de Oscar Wilde: “Hay gente que se preocupa más por el dinero que los pobres: son los ricos”. Aún recuerdo la tarde en que se abrió la puerta del Querandí —el mismo café que luego frecuentaría en mis encuentros con Gombrowicz—, y vi aparecer a Matilde llorando, encorvada, trayendo entre las manos los originales de mi novela, que yo no me había atrevido a retirar, tanta era mi vergüenza.
Finalmente, el préstamo de un generoso amigo, Alfredo Weiss, hizo posible la publicación en Sur, y fue inmediatamente agotada. Al año siguiente, recibí la noticia de su edición francesa, gracias a la generosa iniciativa de Camus.
París, 13 de junio de 1949
Le agradezco su carta y su novela. Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad. He aconsejado a Gallimard que la editen, y espero que “El túnel” encuentre en Francia el éxito que merece. Hubiera deseado poder decirle todo esto de viva voz, pero la prohibición de una de mis piezas en Buenos Aires me impide dar allí las conferencias previstas. Si, no obstante, llegara a ir a Brasil, trataría de acercarme a título personal a Buenos Aires y me alegraría entonces conocerlo. De aquí a entonces, cuente con toda mi simpatía fraternal.
ALBERT CAMUS

Cuánto le debo a aquel escritor genial, con quien compartiría luego inquietudes metafísicas y éticas. En muchas oportunidades se ha hablado de su nihilismo; en todo caso, fue esa clase de nihilista cuya blasfemia es una manera de creer en Dios. Vivía un idealismo desesperado, fue un hombre lleno de amor y de pasión.
Cuando años después comenté la historia en un periódico, Victoria me llamó hecha una furia para recriminarme el oprobioso recuerdo, ya que el libro había sido recibido entusiastamente por uno de los máximos escritores de Francia. Pero, c’est la vie”, como ella hubiera dicho. He hablado acerca de lo importante que ha sido su aporte a nuestra cultura; pero el mutuo y sincero aprecio que nos teníamos, no me dispensaba del inconveniente de no ser francés.
Nunca me he considerado un escritor profesional, los que publican una novela al año. Por el contrario, a menudo, en la tarde quemaba lo que había escrito durante la mañana. Y así, cuentos, ensayos y obras para teatro los he visto consumirse en el fuego, al que también estaba destinado Sobre héroes y tumbas; tantas han sido siempre mis dudas. Por mi propensión a las llamas, hubo veces en las que me arrepentí; obras que hoy recuerdo con nostalgia, como El hombre de los pájaros y la novela que escribí durante mi período surrealista, La fuente muda, título que tomé de un verso de Antonio Machado, y de la que sobreviven pocos capítulos y algunas ideas. Quienes conocen mis reticencias y contradicciones, saben lo difícil que es soportarme en cualquier empresa. Así lo sufrieron todos los que, desde distintas partes del mundo, me han solicitado autorización para trabajar en mis novelas, para realizar películas o adaptaciones de teatro, desde grandes realizadores hasta compañías independientes. Piazzolla quiso hacer una ópera, sobre una adaptación de mi novela Sobre héroes y tumbas; proyecto que, a causa de mis cavilaciones, sólo llegó a realizar una hermosa introducción.
Lamentablemente, en estos tiempos en que se ha perdido el valor de la palabra, también el arte se ha prostituido, y la escritura se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda. Como he dicho en El escritor y sus fantasmas: “Quedan los pocos que cuentan: aquellos que sienten la necesidad oscura pero obsesiva de testimoniar su drama, su desdicha, su soledad. Son los testigos, los mártires de una época”. Están destinados a una misión superior, no pertenecen a ninguna capilla literaria o cenáculo y, por eso, no tienen como fin tranquilizar a individuos encerrados en una sacristía, sino el de derribar todas las conveniencias, devolviéndonos el sentido de nuestra trágica condición humana. En esta vocación, muchos han sido empujados a la locura, a las drogas, o a tantas otras formas del suicidio. Recuerdo cuando el doctor Cárcamo me decía que debía empezar urgentemente una terapia psicoanalítica, porque estaba al borde de la locura. Seguramente se preocupaba de verdad, porque era un buen hombre, pero yo le respondí que sólo me salvaría el arte. Nunca sabremos la angustia con que Beethoven compuso su última y maravillosa sinfonía, o los momentos de soledad en que crearon sus obras los grandes compositores. Por eso, si el fracaso es triste, el fracaso en el arte es siempre trágico.
Emocionadamente he estado en varias ocasiones en la tumba de Van Gogh, aquel desdichado que nunca pudo vender un cuadro, y de quien ahora se disputan sus obras en millones de dólares, para ser exhibidas en un supermercado. Pobre Vincent; habitado por Dios y por el Demonio, humilde y bondadoso, que iba a predicar el Evangelio a los mineros y que a la vez violentamente atacaba a Gaugain; que recogía a pobres prostitutas de la calle, como aquella con un chiquito, para ser su modelo, y terminaba llevándola a vivir con él, probablemente porque la comprendía, ya que los dos sufrían el mismo desamparo. Como señala Artaud, otro poseído a quien siempre admiré, Van Gogh murió suicidado por una sociedad que no podía seguir soportando sus terribles revelaciones. Cómo dudar que Artaud estaba hablando también de sí mismo; en una carta a su médico, luego de terribles electroshocks, declaró sentirse “tratado como un alienado y maltratado a raíz de un gesto, de una actitud, de una manera de hablar y de pensar que fueron en la vida las de un hombre de teatro, del poeta y del escritor que yo era”. Finalmente murió como un perro; el jardinero lo encontró una mañana, sentado en su cama con un zapato en la mano. Jamás sabremos hacia dónde se dirigía aquel día de su última soledad.
Por eso, la raza de artistas a la que siempre he admirado es aquella a la que pertenecen estos hombres.
Quienes han unido a su actitud combatiente una grave preocupación espiritual; y en la búsqueda desesperada del sentido, han creado obras cuya desnudez y desgarro es lo que siempre imaginé como única expresión para la verdad.