LEGÍTIMA DEFENSA

Por Octavio Paz

Del libro Las peras del Olmo

1957.

La espléndida constelación poética  que forman, entre otras obras admirables, Trilce, Altazor, Residencia en la tierra, Muerte sin fin, Nostalgia de la muerte, no parece haber sido substituida por un sistema estelar de magnitud semejante. Entre la luz de esos grandes nombres nocturnos y la poesía solar que acaso se prepara ya en alguna parte de América, hay un espacio neutro. Hora indecisa. Más en los últimos años han brotado, aquí y allá, signos y anuncios de una nueva época poética. En Cuba, el grupo de “Orígenes”: Lezama Lima, Vitier, Eliseo Diego. En Perú, en torno a la desaparecida revista Las Moradas, animada por Westphalen y César Moro. En Buenos Aires, la poesía luminosa y fácil de Enrique Molina(fácil en el sentido en que son fáciles el crecer del árbol, la vegetación del mar o la sucesión de imágenes del sueño), el decir concentrado y ascético de Guirri, el boscoso lenguaje-ora sombrío ora brillante- de Eduardo Lozano.            En Chile, Nicanor Parra, Braulio Arenas, Anguita, Gonzalo Rojas…Y cerca de nosotros, en la pequeña Nicaragua, un grupo de poetas que recogen el ejemplo de Salomón de la Selva: Coronel Urtecho, el iniciador, que “si no ha creado muchos poemas, en cambio ha creado a varios poetas”; Joaquín Pasos, gran talento poético que antes de morir cantó la rebelión de las cosas, como en el Popol Vuh; Pablo Antonio Cuadra y tres jóvenes: Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal y Ernesto Mejía Sánchez. Cada uno distinto. Cada uno poseído por su propia palabra poética, dueña de un pico que desgarra y de un ala que deslumbra. Mejía Sánchez inventa exorcismos para librarse de la suya, sin conseguirlo. Cardenal la echa a volar, palabra colibrí. Martínez Rivas la pule como un arma. Cada uno distinto, pero todos inclinados hacia el abismo porque “de lo seguro salieron a reposar en lo inseguro”, según dice Martínez Rivas. Atentos a esa palabra que “como lomo de paloma amarillea” y se resiste a la domesticidad y

Vuela saca las uñas duerme

vive ahí

¿en dónde? – ¡aquí aquí!, en el entornado

desierto mundo del amanecer.

 

Ahora, tras años de vagabundeo (dudando siempre entre “aprender a sentarse y empezar a tener una  cara” o continuar la lucha con la poesía sin incurrir en el poema), con un gesto contradictorio, hosco y cordial a un tiempo, Carlos Martínez Rivas, nos ofrece su primer libro: La insurrección solitaria. ¿Una nueva versión del poeta rebelde? Si y no. Rebelión y aislamiento y también búsqueda y reconocimiento de sí mismo y del mundo. A diferencia de otros rebeldes, Martínez Rivas no quiere ser dios, ángel o demonio; si pelea, es por alcanzar su cabal estatura de hombre entre los hombres. Su rebelión es contra lo inhumano. La rebelión solitaria es legítima defensa, pues ahí, enfrente, actual y abstracta como la policía, la propaganda o el dinero, se alza

 

La ola de la Tontería, la ola

tumultuosa de los tontos, la ola

atestada y vacía…

El joven lucha contra la ola con uñas y dientes y palabras. Sobre todo con palabras, únicas armas del poeta. Palabras sacadas de su “propio negro corazón tornasol”. De sí  mismo saca los signos del poema, “las letras de hoy, los calamares en su tinta”, y los ve saltar, negros sobre el blanco del papel, y se hunde en ellos, y nada, traga amargura, rabia y amor, hasta que nace el canto “crédulo e irritado”. Credulidad del canto puro, que entona con voz segura, aunque irritada, el poeta. Fidelidad a su palabra, “a su pentecostés privado”, mientras retornan “esos tiempos que el hombre ha conocido antes”. La poesía de Martínez Rivas es un canto de espera, un canto de presente entre los tiempos de antes y los venideros.

Esos tiempos de antes son los de la palabra en común que han de volver. Martínez Rivas escribe para ellos desde su hoyo presente, desde su agujero de escorpión, desde su nido de águila. Escribe solo, “retirado a su tos”, porque hoy “la juventud no tiene donde reclinar su cabeza”.

Una y otra vez el joven se pone en pie, sale, rompe a hablar, toca con aire atónito el pecho de la gran diosa dormida, “piedra vestida por la sombra y desnudada por el sol”. Y luego vuelve a sí mismo, vuelve a lo mismo: al cuerpo a cuerpo con la palabra, a su vocación de asir lo inasible, a acechar el mínimo remolino de la savia que avanza y estalla en frutos. A lo mismo de siempre: a dar nombre hermosos al caos amenazante.

Un joven más entregado a la poesía; un nuevo, un verdadero poeta- y la segura promesa de un gran poeta; y la lucha contra el amanecer y sus ruidos obscenos; y el empezar de cada día, inerme antes el idioma enemigo. Empezar y volver a empezar. La atroz y renovada profecía de Rimbaud: “Vendrán otros horribles trabajadores y comenzarán por los horizontes en donde el otro ha caído”. Carlos Martínez Rivas es uno de ellos. 

México, 1954.