Por Gustavo Adolfo Montalván Ramírez

El 8 de noviembre de 1899, se inauguró el Parque Central de la ciudad de Managua, en presencia de las autoridades de gobierno que presidía el general y presidente José Santos Zelaya. Era un Parque que había sido diseñado en sus planos, con estilo neoclásico europeo, por el arquitecto belga Louis Layrac.

Años más tarde, en 1907, el señor Louis Layrac, en su carácter de Cónsul de Bélgica, ofreció un almuerzo banquete a los poetas más destacados que acompañaban a Rubén Darío, en su feliz y triunfal retorno a la patria. El señor Cónsul tenía su residencia en Managua, en las inmediaciones del Parque San Pedro, en su finca con jardín florido.

Entre los poetas se encontraban Manuel Maldonado, Emilio Hernández, Santiago Argüello y Ramón Sáenz Morales, a la edad de 16 años. Este último público en 1918, la anécdota del “Queso de Égloga”, 1918. Tuvo una vida precoz y murió a la edad de 36 años.
Aunque no se mencionan los aperitivos de bebidas exóticas a la que estaba acostumbrado el señor Layrac, era de imaginar en la lectura de aquel escrito del poeta Ramón Sáenz Morales, que si se recuerda a Rubén Darío quien hizo referencia al rico queso de la ganadería nacional, que era un bocado delicioso que chorreaba toda su delicia Blanca, suave de aquel Queso de Égloga.

Queso de Égloga, artículo anecdótico de Ramón Sáenz Morales, 1918, reproducido en Nicaragua: El mirador de nuestra Historia, página web de Eduardo Pérez Valle.
A continuación, entramos en materia de cómo escribió Rubén Darío su poema “La Lora”.

Reseña bibliográfica

Versos desconocidos de Rubén Darío
Por Juan Ramón Avilés
Director de La Noticia.
(Tomado de El Universal Ilustrado, México) (1)

“No sólo Teófilo Gautier y José Juan Tablada han hecho el elogio del loro, sino que Rubén Darío también, en unos versos que hasta hoy no había podido obtener, a pesar de que desde hace algún tiempo los buscaba, pues he sido un ferviente rubendariófilo.

Finaba el año de 1907. El poeta acababa de volver a su patria. Había estado ausente de ella más o menos tres lustros. Se le recibió de un modo ciertamente triunfal. Escuetos quedaron de flores los jardines: todas eran para él, que no hacía otra cosa que genuflexiones y repetir: “-Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!”.

El ruiseñor juvenil tornaba con las alas de águila, y volvía de recorrer cielo y mundo. Y festejos por aquí y por allá. Las mujeres le enviaban bouquets y le pedían madrigales. Recepciones a porfía. Veladas literarias, además. Nicaragua entera se convirtió en un Ateneo. Todo esto quiere decir que Darío se fastidió soberanamente. Creo que entonces se le debe haber ocurrido aquel verso: “Mi corazón triste de fiestas”.

Quería menos ciudad y más campo. ¡No más recepciones en Palacio! De manera que a su paladar griego le llegó como miel hiblea la invitación gentil de un gentil europeo. Monsieur Louis Layrac, antiguo, aunque no viejo Cónsul de Bélgica, dueño en Managua de un pequeño Edén en el cual las malas lenguas hasta afirmaban que moraba la serpiente, eso sí, debidamente amaestrada por el señor Cónsul, hombre de gustos finos, y refinados.
Fue, pues, un día de campo, de verdadero campo. Nada más que tres personas: Darío, su amigo íntimo el poeta y más que poeta, orador, Manuel Maldonado, y el señor Cónsul. ¡Ah!, también otra “persona” que hablaba el francés porque así lo deseaba el señor Cónsul: un Loro (o Lora como dicen en Nicaragua), y, además, un enorme lebrel, que custodió cuidadosamente la entrada a la paradisíaca quinta. (También el lebrel estaba amaestrado).

Se conoció opíparamente, ultra opíparamente, mejor dicho. Monsieur Layrac es, aún lo es, un gourmet de fama. Y Darío lo era mucho más. Los platos ricos tenían para él un prestigio de poemas, y catador insigne como era, había combinado en increíbles recetas vinos y vermouthes, y champañas. Era el Rey del Cocktail: Mentas, ajenjos, chartreusses, coñacs, oportos, moscateles y rhines, creo que, hasta falernos, los destilaba como en una alquimia de rito sagrado, para descubrir delicias de ignorados sabores en flamantes néctares.

Mientras tanto, la serpiente se había enroscado por ahí. El lebrel entre adormilado y alerta, ¡Guay!, del que osaba penetrar. El poeta se sentía feliz. Era el príncipe feliz de los cuentos de ese día.

Maldonado, el amigo de Darío, insinuó –¿Quieres que dejemos al señor Cónsul un recuerdo de estas horas?
El Poeta insistió y propuso: –Hagamos unos versos, tú al perro que guarda la puerta, y yo a esa lora que está tomando la palabra.

Se habló de tales versos en Managua. Mas no fue posible obtenerlos. Darío no quiso publicarlos. “Eran –dijo-, más que un poema, ideas anotadas para un poema que escribiría más tarde.”

Ahora se encuentra en México el doctor Manuel Maldonado, y he acudido a él. Fue de los pocos que realmente fueron considerados por el Poeta como amigos de verdad. Cuando en el año referido el doctor Maldonado, orador electrizante, le dijo un magnífico discurso de bienvenida en nombre del pueblo de Managua, Darío le correspondió con el siguiente soneto:

A MANUEL MALDONADO

Después de oír un discurso de este orador
nicaragüense, un 24 de noviembre de 1907.

Manuel: el resplandor de tu palabra
Ha iluminado la montaña obscura
En donde hace tiempo, mi figura
Vaga entre el cisne, el sátiro y la cabra.

Sea arado de oro aquel que abra
El surco en la divina agricultura,
Y que pueda extraer de tierra impura
El mármol blanco que el artista labra.

Y puesto que eres lengua de mi tierra,
La cual se agita con rumor de palma,
Y es tu cráneo depósito que encierra

Ese gran fluido propulsor de tu alma,
¡sé como Cautelar, cuyo rotundo
verbo aumentó la rotación del mundo!
Rubén Darío

Sirva esto para presentar al doctor Maldonado quien me narra así lo demás de la historia:

–Trajo a la mesa tintas y papeles el anfitrión, y nos pusimos a escribir. Yo canté “Al Perro” en una alabanza que habría hecho ladrar de gratitud al lebrel. Hablaba hasta de los perros de Terranova y del de Ulises. Hice un ditirambo a la lealtad canina, etcétera, etcétera. Y concluimos. Darío leyó primero sus versos a “La Lora”. Les hallé toques ocultistas, y como entonces me iniciaba yo en las ciencias orientales encontré un alto sentido teosófico al poema corto que Rubén acababa de escribir. Naturalmente hice callar a mi perro. Darío me llevó junto a la lora, que se revolvía en su aro y parlaba guturalmente. “¡Trés bien!… ¡Trés bien!… ¡Trés bien!… Oui Monsieur…” (Pues el animal, que a veces decía rudas interjecciones en español, manejaba con cortesía la lengua de Hugo).

–Mirad- dijo Darío, señalando los ojos del pájaro –miradle los ojos: están formados por una serie de círculos concéntricos que se diría resumen el iris entero. Son pupilas misteriosas de una rara inquietud.

–Se diría- agregó Maldonado– que fue la lora algo así como la depositaria de la palabra a raíz de algún cataclismo de la Tierra. Acaso al rodar la Atlántida, despedazada, al fondo de los mares, fue este pájaro el que trasladó al continente la herencia de las palabras que aprendió del atlante…

–Pero bien. ¿Y los versos?

–Es cierto, aún no le he leído los versos…

Y el doctor Maldonado se pone a trasegar en un montón de papeles y libros. ¡Nada! Busca en otros, y tampoco… Hasta que, al fin, aparecieron los extraviados papeles amarillos. He aquí los versos de Darío:

LA LORA (2)

Un indio que pasaba, débil, triste y enclenque,
cerca de donde existen las ruinas de Palenque,
se detuvo un instante a beber agua, cuando
apareció en un árbol una lora parlando.

Y le dijo: “Indio triste: soy el águila amable;
yo sé cuál es tu condición de miserable,
desde el instante en que puso Dios en mis ojos
rayos que son obscuros, amarillos y rojos.

Pudiera ser violenta y producir acíbar
o iniciar como símbolo mis aceros de buitre,
si no hubiera, en lo ignoto el alma de Bolívar,
de San Martín la hazaña y la obra de Mitre.

Soy todo lo que canta, soy todo lo que gime;
como el quetzal, mi hermano, pájaro eterno soy.
Soy el águila verde, pacífica y sublime,
que trae de lo antiguo las verdades de hoy.

Mas, lo que hace mi angustia entre los animales,
es la virtud suprema que Deméter me ha dado,
la ritual vestidura de mis alas reales,
y lo que Pan pronuncia por mi pico encorvado.

Ridícula y extraña, tengo ansias del momento
en que Flaubert miraba mi victoria inmortal,
pero con más alcurnia para mi pensamiento
de mensajera sacra y ave providencial…”

Rubén Darío (1907). (3)

–Quiso el entonces Presidente de Nicaragua, General José Santos Zelaya- continúa el doctor Maldonado –conocer esos versos. ¿Cómo no darle gusto? Se los leí. Me pidió la lectura de mis versos “Al Perro”. Al finalizar, el señor Presidente me dijo: –Me gusta más su “Perro” que “La Lora” de Rubén. (Naturalmente, la alabanza presidencial me confirmó que si el general Zelaya era la primera autoridad en Nicaragua no lo era en el país, de la Literatura).

Y a mayor abundamiento, el orador Maldonado se pone a buscar, para suministrarme otros versos desconocidos de Rubén Darío, no ya entre sus papeles viejos, sino en su memoria, y me cuenta:

–Rubén volvió a Nicaragua por la primera vez en 1892. Acababa de enviudar de su primera esposa Doña Rafaela Contreras, la misma que después le inspirara aquellos maravillosos versos en que interrogaba al Lirio, luego de apelar a todas sus blancuras y a todas sus purezas, en esta forma: ¿Has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella- la hermana de Ligeia– por quien mi canto a veces es tan triste? Llegó Darío bajo el fardo de su dolor, y solíamos reunirnos un cubano ilustre, llamado (Desiderio) Fajardo Ortiz, Darío y yo, a versificar. Fue entonces que Rubén, en el estado anímico en que se encontraba, produjo entre otros versos sombríos, éstos:

Las sonrisas sin encías,
y las miradas sin ojos.
las visiones de los sueños
de los pálidos neuróticos,
invisibles enemigos,
implacables odios póstumos,
hacen que dé la flor lívida
del rosal del manicomio,
que crece y que tiene savia
con la sangre de los locos.

Rubén Darío

Digno de haberlos incluido en su libro “Abrojos”. ¿No es así? Pero sucedió que eso y mucho más que escribió, improvisó, mejor dicho, se quedó perdido, perdido entre los papeles que escribían a vuela pluma los tres amigos.

Publico todo esto mediante la amabilidad del doctor Maldonado, para contribuir a la bibliografía dariesca, hoy que parece agitarse entre los literatos españoles y americanos esta cuestión. Vargas Vila acaba de declarar que Rubén Darío no dejó nada inédito, y que todo lo que se está publicando como tal, “no es más que negocio de la Francisca Sánchez”, de acuerdo con no sé qué escritor. (4)

Pero, por otra parte, Enrique Díez Canedo, en la revista España, está publicando una serie de artículos críticos acerca de la materia, y en ellos acabo de tener la satisfacción de ver citados, para aclarar puntos dudosos, al gran rotativo mexicano El Universal junto con el modesto diario La Noticia, que en Managua he dirigido por varios años.

Y es por esto por lo que, además del interés que como curiosidad puedan tener estas cosas para el público, las exhumaciones de versos del poeta nicaragüense, quizás lo tengan también para los señores eruditos.

________________________________________
1- Escribe Juan Ramón Avilés, en el diario El Universal Ilustrado de México, que es reproducido de Nicaragua, en la revista leonesa Recopilación, 31 de julio de 1928, No. 2.
2- En Poesías completas de Rubén Darío, de Alfonso Méndez Plancarte, 1967, no existe indicio alguno de cuándo se publicó o se escribió el poema de “La Lora”. Solamente hay un señalamiento en “Notas Bibliográficas Textuales”, en R. A., III, (página 1229), en la Sección “Las horas fugitivas”, donde se indica que dicho poema “La Lora”, se incorporó a la publicación de El Ruiseñor Azul (“Poemas inéditos y poemas olvidados”), de Rubén Darío, compendiados por Alberto Ghiraldo, Santiago de Chile, 1945. Idem. Alfonso Méndez Plancarte (P. 1152). Se tiene que considerar también la otra nota de A. M. P., en cuanto explica o glosa que “Las horas fugitivas”, Sección (1227 – 1230), se integra por “…poesías de fecha ignota para nosotros – aunque acaso no para todos-, y que nuevos estudios podrán fijar” (p. 1227).
3- Este mismo poema de “La lora”, de Rubén Darío, se reproduce en la Biblioteca Nacional Digital del Gobierno de Chile, sin fecha, tomado de un manuscrito mecanografiado. La única diferencia textual, es que, en la última estrofa, del segundo renglón del verso, se escribe “mi triunfo inmortal”, que, en la copia de El Universal, se escribe “mi victoria inmortal”, siendo el más indicado, este último por cuanto se cuentan siete sílabas que corresponden al segundo hemistiquio del verso alejandrino de catorce sílabas.
4-Como no. Rubén Darío dejó pendiente dos libros calificados de inéditos, como lo son: El Libro del Trópico, y el “Libro Rojo y negro”, proyectados en 1891 y 1892, respectivamente. Pero en realidad, los contenidos se publicaron en fechas y medios dispersos. E incluso, el “Rojo y negro”, se anunció en Guatemala, que iba a ser editado en Nueva York.
Please follow and like us: