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Por Gustavo Adolfo Montalván Ramírez
Darío tuvo una amante, que era una bella francesa allegada a la alta sociedad de París, de fines del siglo XIX. Su nombre de guerra era Marion de Lorme, con quien hizo el amor de cortesana con Rubén Darío en base al pago de servicio de mujer para el hombre.
No fue este amor a primera vista, ni tuvo una inspiración del amor amante. Simplemente el amor se hizo después que se conocieron en el barrio latino, en la avenida de Víctor Hugo, cuando entablaron conversaciones íntimas en que quedaron identificadas sus vidas paralelas.
Marion de Lorme era una actriz dramática, protagonista de una obra de Víctor Hugo, en París. A la postre, ella no quería ser una cortesana vulgar, sino una artista de teatro desde muy joven, con refinamientos artísticos, frecuentadora de restaurantes del Bosque de Bolonia.
Sin respetar decoro, Darío la menciona en su Autobiografía, con el sobre nombre de Marion de Lorme, “la cortesana de los más bellos hombros”. Su belleza irradiaba de su cuerpo color de porcelana; de rubios cabellos largos ensortijados; de grandes ojos teñidos de color de mar; de sonrisa franca en su boquita bermeja y famosa en amores para el gran postor.
Es probable que ella contara muchos secretos de la sociedad parisiense de esa época de 1893, en los pocos dos o tres días, o quizás una semana de amores con Rubén. Al recordarla Darío en su Autobiografía, de 1912, han pasado veinte años, y la nostalgia le invade al recordarla ya en su vida privada y en retiro.
Cuando dice Darío esta frase encomillada de “la cortesana de los más bellos hombros” deja en la imaginación del lector, la curiosidad despierta por no decir directamente el atractivo erótico de los senos de De Lorme.
Si apreciamos bien, esta es una frase simbólica que no dice el objeto, sino que se va en los contornos del asunto. Y no es por recato o respeto a la señora De Lorme, sino por el juego que hace el poeta en sus observaciones estéticas, siguiendo la ruta de los impresionistas como Claude Monet.
Veamos el asunto más detenidamente, tal como lo vería un Zola, abierta su mirada en el Naturalismo espléndido. Darío ahora no mira hacia los bellos hombros de una dama, sino que va más hacia abajo en su curiosidad estética. Es el pasaje que narra también en su Autobiografía, cuando él nos dice, lo que le supo en la mansión de su amigo Cánovas del Castillo:
“…Mucho se había hablado de ese matrimonio, por la diferencia de edad; pero es el caso que Cánovas estaba locamente enamorado de su mujer, y su mujer le correspondía con creces. Cánovas adoraba los hombros maravillosos de Joaquina, y por otras partes, en las estatuas de su sérre, o en las que decoraban vestíbulos y salones, se veían como amorosas reproducciones de aquellos hombros y aquellos senos incomparables, revelados por los osados escotes”.
Aquí nos detenemos para comentar que Darío está contando chismes sociales alrededor de la corte de Cánovas del Castillo, comprobado por el mismo narrador, quien ha visto no solamente los hombros maravillosos de Joaquina, sino que por los osados escotes, se veían traslucidos sus senos incomparables.
Podemos decir más cosas del lenguaje simbólico acerca de este pasaje, pero nos llevaríamos más tiempo. A mis lectores los remito a los archivos de Günther Schmigalle quien desempolva una linda crónica de Darío, sobre su amante parisina Marion De Lorme.