“HAY QUE PONER A DIOS DE MODA”

Canto para poner a Dios de moda

Por Horacio Peña

I
Hay que poner a Dios de moda.
Dios, que los políticos alimentan con hiel y vinagre.
Dios, puesto al borde de la desesperanza y del suicidio
por los comerciantes que lo persiguen
cobrándole el ciento por ciento.
Dios, besado en las dos mejillas.
Dios, sepultado bajo cuarenta toneladas de linotipo
por los periodistas y las agencias noticiosas.
Dios, vendido por treinta monedas,
porque ÉL es una mercancía fácil de comprar,
fácil de vender,
carne fresca para el leño,
carne mansa para el matadero.
Dios, traicionado doce veces.
Dios, piedra de escándalo de los burgueses de la religión
que se espantarían de verlo en un prostíbulo,
olvidando que ÉL no vino por los buenos, los limpios,
los castos, los mansos,
sino por los lujuriosos, los coléricos, los iracundos,
los que viven y mueren brutalmente.

Hay que poner a Dios de moda. No como se pone de moda
una actriz de cine:
mientras dura la solidez de sus senos,
la juventud de su desnudo.
No como se pone de moda un jugador de base-ball:
mientras conserva la agilidad de sus piernas,
la fuerza de su brazo.
Hay que poner a Dios de moda
de una vez y para siempre.

Hay que levantar una inmensa red de propaganda
como no se ha visto desde el principio del mundo
hasta ahora, ni se verá jamás.
Una red de propaganda cuyos miembros
sean sencillos como palomas,
prudentes como serpientes.

Hay que lanzar miles de acciones a bajo precio,
para que todos formen parte de la empresa,
de la gigantesca obra de lanzar un nuevo producto al mercado,
el producto Dios,
producto como que nadie lo quiere, pero buscado siempre,
producto que se imita,
que se falsifica, que se mete de contrabando,
que se grava con impuestos,
el producto Dios,
recién acabado de salir de la moderna fábrica,
—corazón desesperado—
el novísimo producto
con etiqueta a maravillosos colores:
rojo, blanco, azul y amarillo: DIOS.

II
Ya otros trataron de hacer esta campaña.
Pero fueron masacrados.
Se les impuso un alfabeto de silencio.
Salieron gritando en las calles:
«Dios, Dios, Dios»,
como un pequeñuelo con tierra en la boca grita:
«Pan, Pan, Pan»,
pero fueron masacrados.
Salieron los tanques,
y los heroicos combatientes
quedaron en las calles,
sin voz, sin cuerpo,
sin la dulce locura de la tarde.
Y luego están los muertos por la velocidad.
Los que estaban hartos
de cultura y civilización,
de patriotismo, de tradiciones,
de los grandes líderes,
de los grandes nombres,
de las señoras gordas y olorosas,
de los señores gordos y comedores de faisanes,
de los crímenes donde sólo hablan víctimas,
de los organismos internacionales para la paz,
de los organismos internacionales sobre la energía atómica,
de los organismos internacionales para la libertad,
de los organismos internacionales de la lucha contra el hambre.
Una tarde condujeron su «Jaguar»
a cien millas por hora,
y sin querer, aunque lo buscaban,
—me buscas, es que me tienes—
se encontraron con ÉL.
Y están también
los que tomaron un jueves por la mañana
sus aviones a chorro,
y se elevaron, se elevaron,
se elevaron, horadando el azul,
horadando su niñez perdida,
para ver si era posible encontrarlo,
para ver si ÉL había encontrado un lugar
donde reclinar su cabeza.
Y lo hallaron.
Y luego están todos los perseguidos,
los perseguidos en la tierra, en el aire, en el mar,
los que trataron de poner el pez
sobre la frente del hombre,
y fueron perseguidos por el hombre,
fueron cazados,
fueron apedreados,
fueron crucificados.

III
Pero a pesar de ello,
el Señor no envió sus tropas
para acabar con aquellos homicidas.
Los dejó hacer,
porque era la hora de las tinieblas.
Nadie hubiera escapado entonces de su espada.
Ningún lugar hubiera sido seguro.
Como estiércol sobre el campo
hubieran caído los cuerpos asesinos,
como la paja que disipa el viento,
como polvo que lleva el vendaval,
como hierba marchita,
como el heno que se quema sobre los apacibles
campos.
Terrible hubiera sido la siega.
Pero a pesar de los gritos
pidiendo venganza:
«Castigadlos, ¡oh Dios!,
desbarata sus designios;
por sus muchos crímenes recházalos,
pues contra ti son rebeldes»,
el Señor los dejó hacer.
No movió su brazo,
no hizo seña a sus ángeles.
Pero antes de sacudir sus vestidos,
el polvo de sus zapatos, ÉL midió la altura de la sombra
sobre los cuerpos esparcidos.

IV
Pero los radios nos dan ahora
la última noticia del último minuto.
Los periódicos preparan extras
—esta noticia tiene que ser explotada—
astutos fotógrafos alistan sus cámaras,
hábiles reporteros escribirán el relato:
«Viernes 24 de febrero de 1961,
Cristo ha sido encontrado en la calle de la Farsa.
Desconocidos lo asaltaron,
lo llenaron de golpes,
de escupidas, lo hirieron con hondas y grandes heridas
en sus dos manos,
en sus dos pies,
en su costado.
Lo despojaron de su manto,
lo dejaron desnudo.
Su estado es gravísimo, agónico.
La policía califica el hecho
como: «pequeño accidente callejero,
algunos descontentos con su doctrina».
Pero ahora el Señor se ha llenado de furia,
fuego hay en sus ojos,
sangre culpable manchará sus vestidos,
ÉL mismo aniquilará a los autores
intelectuales del delito, del crimen casi perfecto.
Porque nosotros los nuevos homicidas,
hemos visto prodigios, y no hemos creído,
hemos puesto la mano sobre su agujero,
y nos hemos vuelto de espalda.
Nuestros abuelos, y los abuelos de nuestros abuelos
mataron el Cordero,
y nosotros le hemos puesto precio a su carne y a su sangre.
Por eso el Señor alista sus tropas,
sus ángeles veloces,
sus carros sembradores de muerte.
Porque su hijo Unigénito está gravísimo,
agónico.
El Inocente será vengado.
Ya no habrá piedra sobre piedra.

V
Pero todavía tenemos tiempo
para hacer una tregua,
para firmar un tratado,
—porque ÉL no quiere la muerte de los homicidas,
sino que arrepintiéndose se salven—.
Pero tenemos que apresurarnos,
el día está por terminar.
Ahora no nos podemos permitir vacilaciones,
pasos atrás.
Nos hemos lavado las manos muchas veces,
hemos degollado al acusador de Pedro,
y nos hemos puesto alegremente
a echar suertes sobre la túnica,
a contar el número de los huesos.
Tenemos más de mil novecientos años
de estar edificando sobre maldad y engaño,
sobre la sangre derramada entre el templo y el altar,
sobre la muerte del Justo.
Pero esto tiene que terminar.
Hay que poner a Dios de moda,
porque ahora estamos solos,
con esta odiosa compañía de nosotros mismos,
con este engaño que se origina en el oro,
con esta espera de ser bajados al sepulcro.
Hay que poner a Dios de moda,
pero ahora no somos dignos,
de tocar su costado,
de saborear su presencia,
antes habrá que sentarnos junto
a nuestros ídolos de ceniza,
y comenzar a comer nuestra porción
de langosta y miel silvestre.

VI
Hay que poner a Dios de moda.
Tenemos que comenzar ahora mismo esta campaña.
Tenemos que pedir que el Hijo se alivie,
que sea como antes:
alto, hermoso, dulce.
Y tenemos que hacerlo ya,
porque después no habrá tiempo.
No habrá tiempo de ponernos el sombrero,
los anteojos contra el sol,
de terminar nuestro vaso de cerveza, de discutir la película, de poner las manos sobre los pechos de la novia,
de terminar el acto con la núbil doncella.
No habrá tiempo de decir: «Mirad al joven que nace en el sur»,
O
«Te amo». El fuego de tu casa me consume.
Porque seremos sorprendidos: con el puñal homicida,
con el brebaje a medio hacer.
Seremos sorprendidos
preparando la mirada,
la máscara,
la sonrisa.
Por eso,
mientras hay tiempo,
tenemos que comenzar a poner
en la salida de todas las carreteras,
cartelones de ocho metros por diez,
cartelones en todos los caminos,
en todos los edificios.
Tenemos que ir escribiendo los slogans,
para convertir a los tímidos, a los interesados,
a los culpables, a los que caminan en la sombra,
slogans para animar a los buenos, a los inocentes.
Slogans cortos, fáciles de aprender,
slogans que la gente silbe en las calles,
que se oigan a la salida de los cines,
de los teatros, de los estadios,
que se canten y reciten en los «surprise party».
Slogans sencillos, sin palabras difíciles,
con direcciones claras y precisas.

VII
Los dibujantes se encargarán de los cartelones.
Pondrán a Dios de diferentes maneras,
pero ÉL será siempre el mismo.
Será solamente un ardid publicitario.
Para los místicos, para las viejecitas,
para las niñas,
Dios será puesto con todo su cuerpo atravesado de veranos,
con sus ojos que nunca conocieron el sueño,
con su rostro largo y delgado,
bañado en su sangre y en su agua. Y abajo,
una leyenda, un slogan:
«Tengo sed».
Para los jóvenes, para los coléricos,
para los que aman y odian furiosamente,
para los que claman venganza
por los cuerpos hallados en los ríos,
por los cuerpos colgados en las celdas,
por los cuerpos desfigurados,
para esos se cambiará el modelo,
se cambiarán los colores.
Para esos Dios será un robusto atleta,
seis pies, dos pulgadas,
ciento noventa libras
maravillosamente repartidas
en músculos, en bíceps.
Y debajo de este cuadro,
otro slogan, otra leyenda:
«El que a espada mata a espada morirá,
y el que a plomo mata a plomo morirá.»
Y luego habrán otros slogans,
llenos de paz y de consuelo:
«Yo soy el Buen Pastor»,
O
«Suave es mi yugo,
ligero el peso mío».
Combinaremos los slogans,
los tendremos de diferentes clases.
En el sur pondremos:
«Yo no he venido a traer la paz,
sino la guerra».
Y en el norte:
«Bienaventurados los pacíficos,
porque ellos serán llamados hijos de Dios».
Y luego los más audaces,
los más soñadores,
fabricarán gigantescos globos
con los materiales del amor y la mansedumbre,
y sobre estos nuevos y mansos astros
pondrán grandes rótulos
con letras fosforescentes que digan:
YO SOY EL QUE SOY,
y luego los dejarán ir suavemente,
los soltarán con amables sonrisas,
para que naden en los espacios sin límites
por los siglos de los siglos.

VIII
Y todos serán accionistas
en esta nueva casa de publicidad.
En esta empresa de lanzar un nuevo producto al mercado.
Dios será puesto en circulación
no como un vino portador de alegría pasajera,
sino como un vino que nos dará
la alegría de los lirios y de las aves.
No como una sal
que pierde con el tiempo
su sabor y su color,
sino como una sal
que conservará siempre
su blancura de nieve,
y su sabor de vida.
No como una lámpara de unos cuantos voltios
que sólo alumbra un cuarto,
una ciudad, un país,
sino como una lámpara de millones y millones de voltios
que puesta sobre la calavera
alumbrará al mundo.
No como un cosmético que da a la muchacha
una belleza de mediodía,
sino como un cosmético
que nos dará la belleza de todas las primaveras.

IX

Pero el día está por terminar.
El Señor tiene levantado su brazo.
Todas sus tropas están en orden de batalla
y nadie podrá contra ellas.
Por eso tenemos que apresurarnos,
tenemos que aprovechar el último minuto,
el último segundo.
Todavía hay esperanza,
tenemos el sol sobre nuestra cabeza.
Porque entonces no habrá tiempo:
no habrá tiempo de poner el nombre sobre la carta,
de tirar el cigarrillo al agua,
de contar las ganancias de la mañana.
Ahora tenemos que comenzar
a recoger la ceniza,
a medir el polvo de nuestros años,
para que el Señor no baje su brazo,
para que ÉL sea nuestro escudo que desvíe las flechas,
nuestro tesoro que ningún asaltante de banco robará,
para que no conozcamos la muerte por agua,
sino que seamos iniciados en el misterio del fuego.
Ahora es el tiempo,
todavía podemos sentarnos a meditar
junto a nuestros ídolos de ceniza,
y comenzar a comer nuestra porción
de langosta y miel silvestre.

Febrero de 1961.

HORACIO PEÑA: POESÍA EXISTENCIALISTA*

Para Pablo Antonio Cuadra: «Horacio Peña es el poeta representativo de la poesía existencialista de los últimos cincuentas, pero con un trasfondo esperanzado, que se origina en su cristianismo».
Pablo Antonio Cuadra dice: «No escribo tanto para alentarlo, sino para registrar en nuestras letras un aporte nuevo caracterizado ya. Para señalar un capítulo incipiente y valioso en la historia literaria que estamos viviendo con Horacio Peña».
La poesía de Horacio Peña en la nueva poesía nicaragüense: una poesía de fe y de furor, una revivencia rutilante y apasionada de «lo bíblico» —lo bíblico como lenguaje de un pueblo con destino, lenguaje de sustancias religiosas pero rebelde y acusativo, lenguaje jacobeo en lucha con su ángel, lenguaje de vicisitud de un pueblo sellado por Dios, pero asediado por la traición.
Peña —hay que tener cuidado con su silencio de juez juvenil e implacable— es un revolucionario cargado de esperanza. Así lo definiría yo en última instancia. Su poesía se humedece en la infinita costa del océano bíblico: adquiere allí la admonición, el trueno, el apocalipsis, el salmo, el sentido vital y eternal del hombre, del hombre destinado y adquiere el furor, también bíblico, contra la traición, la falsificación, el desvío; vomitando en la boca de los fríos.
Peña es movido por un cristianismo revolucionario y alerta. En su poema largo «La espiga en el desierto» pasa por muchas situaciones de desasosiego, de asco, de maldición del mundo que vivimos. Situaciones fáciles para hacer caer la expresión en la receta, la receta revolucionaria social, la de rebeldía edificada con adjetivos, la de demolición a gritos retóricos. Peña salta sobre esos charcos. Los salta con naturalidad que pareciera, a veces, desesperante: porque esa es una de sus maneras de manifestarse: con una flecha de claridad ineludible y sustantiva. Calmoso, claro, diciendo las cosas más tremendas y duras sin un solo adjetivo auxiliador, como en el canto V de su Espiga, donde los hombres que mandan y gobiernan el mundo —el mundo de los negocios y de la política— se reúnen a conversar sobre sus crueldades y destrucciones».
«Se pudiera decir que esta expresión directa y sencilla arranca de Ernesto Cardenal, pero en la mano de Peña adquiere su propia estructura. Deviene del salmo bíblico —sin las grandes sonoridades de órgano de Paul Claudel— sino primitivo, lleno de indignidad, salmo pronunciado con un ancestro y una ironía de nicaragüense indo-minado.
El sustrato de toda la última poesía de Peña es apocalíptico: refleja, señala, testimonia un cambio y un juicio de edad; no el juicio que más bien es un error óptico del capitalismo, sin advertir que su enfoque es apenas la continuación del otro, la continuidad del mismo error, la prolongación y agudización de la misma deshumanización. Ambas etapas antitéticas conforman el mismo tiempo, son las dos mitades del mismo tiempo que ya está en crisis, que va a ser enjuiciado, que va a terminar en su propio apocalipsis. Y Peña, más allá de ese final, en cuyo tránsito vive, alza su canto acusativo y esperanzador. Después del desierto, al final del gran desierto, nace la espiga.
El furor admonitivo de Peña —fruto de esa generación furiosa que ha brotado en toda la poesía universal— el furor de este poeta bíblico-cristiano-y-beatnik, no tiene odio: he allí por qué arde con tan hermosa y encendida llama. Es furor del que ama. Furor de combustible, melancolía a veces, como en aquella «lamentación» cuando mirando las lindas, purísimas, altas muchachas que devora la hostil edad «moderna, las que mueren sin morir, asesinadas por la superficialidad y el aburrimiento, asesinadas por el sometimiento y la consigna (milicianas o proletarias) o por la moda y la rutina (burguesa y matronas), se pregunta como un nuevo Jorge Manrique», finaliza Pablo Antonio Cuadra.
Hijo de T.S. Eliot y del cine, Peña ha profundizado y ampliado su obra con poemarios como Ars moriendi (1967), con temas deportivos, cuentos y teatro, siempre con el signo del existencialismo mezclado con el imaginario cristiano de los vitrales: Leones, Ángeles, Águilas…

*El Siglo de oro de la poesía nicaragüense
Julio Valle Castillo
Postvanguardia 1040-1960
Página 401-402-403