Por Manuel C. Diaz
Escritor
La Real Academia de la Lengua define el plagio de una manera simple: “Copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”.
Sin embargo, esa sencilla definición podría resultar engañosa. Es como si los académicos les estuvieran diciendo a los artistas que está bien copiar mientras que lo copiado no sea sustancial.
No, no está bien copiar; ni poco ni mucho. Ni porque se haya estado haciendo desde siempre. Ni porque se haya hecho en casi todas las disciplinas: música, cine, teatro, pintura y literatura, por solo nombrar algunas.
En realidad, cualquier obra de arte puede ser plagiada. Pero es en la literatura donde con más frecuencia ha ocurrido. En los últimos años, varios escritores famosos, entre ellos tres premios Nobel, han sido acusados de plagio.
A veces, estas acusaciones han sido hechas por escritores jóvenes que han enviado sus manuscritos a una editorial y después de haber recibido una amable nota de rechazo han visto sus novelas -o lo que pudiera reconocerse de ellas- publicadas bajo el nombre de un famoso escritor.
O por aquellos que los han enviado a un concurso, como es el caso de la escritora gallega Carmen Formoso, quien denunció que la novela de Camilo José Cela, La cruz de San Andrés, que ganó el Premio Planeta de 1994, se parecía mucho a la suya, Carmen, Carmela, Carmiña, que también había concursado.
Carmen Formoso acudió a los tribunales argumentando que la editorial proporcionó el original a Cela. La jueza que instruyó el caso concluyó que existían indicios de delito argumentando que Formoso presentó su obra el 2 de mayo y Cela el 30 de junio, casi dos meses después y justo el día en que concluía el plazo de admisión.
Otro de los ganadores del Premio Nobel que ha sido acusado de plagio es José Saramago. En 2009, el escritor mexicano Teófilo Huerta denunció que la novela de Saramago, Las intermitencias de la muerte, estaba basada en un texto de su autoría, El cuento triste, enviado por él a la editorial Alfaguara y que le habría sido hecho llegar a Saramago por el agente literario, Sealtiel Alatriste.
Pero de los tres premios Nobel que han sido acusados de plagio, quien se lleva las palmas es Mario Vargas Llosa. Una de sus primeras y más exitosas novelas, La ciudad y los perros, fue denunciada por el cineasta peruano Ronald Portocarrero como un plagio de Las tribulaciones del joven Törless, del austriaco Robert Musil.
El escritor peruano Oswaldo Reynoso también acusó a Vargas Llosa cuando en una entrevista afirmó que Alfonso Reyes, miembro del jurado que otorgó el premio Biblioteca Breve a La ciudad y los perros, se negó a firmar el acta de otorgamiento diciendo que la novela de Vargas Llosa “no era más que una adaptación, a la situación peruana, del libro de Musil”.
Otra de sus novelas, La guerra del fin del mundo, también fue objeto de denuncias por parte de Pablo del Barco Alonso, crítico literario y profesor en la Universidad de Sevilla, quien aseguraba que la novela era un plagio de Los sertones (1902), del escritor brasileño Euclides da Cunha.
Pero no fueron las únicas acusaciones. Algunos años más tarde, Bernard Diederich, corresponsal de la revista Times, declaraba que La fiesta del chivo, otra conocida novela de Vargas Llosa, “contenía frases y párrafos similares” de su libro, La muerte del dictador, y amenazaba con una demanda. “Si me hubiera incluido en los créditos de la bibliografía, esto no habría pasado”, dijo en aquel momento.
Desde luego, todos estos escritores han rechazado las acusaciones.
Cela lo hizo calificando la suya de “falacia” y afirmando que nunca leyó el manuscrito de la obra de Formoso.
Saramago, al defenderse, fue más explícito: “Si dos autores tratan el tema de la ausencia de la muerte, resulta inevitable que las situaciones se repitan en el relato”. Y Vargas Llosa lo hizo en estos términos:
“La literatura está hecha también de coincidencias, pero de ahí a decir que yo he plagiado hay un salto dialéctico”.
Como quiera que haya sido, lo cierto es que el plagio literario se ha convertido en una epidemia. Es como si todos los escritores del mundo, enfrentados a la temida “página en blanco” y parodiando a Shakespeare, se dijesen: “Copiar o no copiar. Esa es la cuestión”.