UNA “REGAÑADA” EN NOMBRE DE RUBÉN DARÍO

Por José Antonio Luna
www.escritoreslibres.org
I
En el mes de enero de 2015 a un año del Centenario de la muerte de Rubén Darío, se realizó en la ciudad de León de Nicaragua el XIII Simposio Internacional Rubén Darío, con el lema: “Rubén Darío Periodista Vital y Vitalicio”, evento en el cual se repitieron las calidades y cualidades literarias, poéticas y periodísticas del bardo. Se habló de un Darío del pasado, pero; sin un destaque de la dimensión real de la crónica dariana; él que si habló de un Darío actual, presente, fue el escritor y crítico argentino Rodrigo Javier Caresani, quien además de traer nuevos descubrimientos sobre los trabajos darianos dispersos en periódicos y revistas recalcó en la urgente necesidad de accionar para profundizar en el gran cronista-periodista-que fue el bardo nicaragüense al aproximarse el centenario de la muerte del poeta acaecida el 6 de febrero de 1916. Caresani en su ensayo: Los ojos del artista: Rubén Darío y el arte de la Crónica, incitó a la audiencia, a los darianos, a los dariistas, al gobierno de Nicaragua a profundizar en el legado narrativo valiosísimo del poeta todavía no seleccionado, todavía disperso en periódicos, revistas, porque Darío era un grafómano.
Llegó el centenario, pasó y no se hizo nada concreto por parte de los darianos y dariistas nicaragüenses para recuperar la herencia literaria integral de Darío. Solamente hubo fanfarria, figureo y allí quedó todo. En conclusión, el llamado que hizo Caresani para celebrar el centenario como se merecía Darío, cayó en oídos sordos.
Voy a reproducir algunos detalles del ensayo del investigador argentino para finalmente introducir completo su hermoso texto leído en el Simposio, porque tiene vigencia.
Recordó Caresani que: A pesar de los esfuerzos aislados de notables dariístas (algunos de ellos, queridos maestros presentes en esta sala), una cantidad sorprendente de escritos de Rubén –en prosa, sobre todo en prosa- sigue enterrada en la densa marea de publicaciones periódicas europeas y americanas. Pero además, situados frente a la vastedad de la obra dariana, descubrimos que sólo un porcentaje exiguo de sus textos ha sido objeto de ediciones anotadas con rigor y conocimiento.
En su ensayo Los ojos del artista: Rubén Darío y el arte de la Crónica, Caresani, puso los puntos sobre las íes al decirle a los darianos: “Para abandonar los clichés que ya no nos dejan leer a Darío es preciso atender a otras crónicas, menos conocidas o menos “mariposeadas” por tantas pupilas-por decirlo con la genial cita de Peregrinaciones”.
Sin embargo, y a un año de conmemorar el siglo de descanso de su pluma, esa posibilidad la tenemos menguada porque no contamos todavía con una obra completa que resulte mínimamente confiable. Sé que no es el único motivo, pero desde mi lugar de joven investigador encuentro una justificación para esta lamentable falta en las dificultades que presenta nuestro objeto, la prensa de fines del siglo XIX y principios del XX. Darío, lo sabemos, fue un grafómano que –sobre todo en ciertos momentos de su vida- publicó en cuanto periódico o revista se le cruzaba. Si a esto le sumamos la dispersión geográfica de las publicaciones a los dos lados del Atlántico, estamos ante un rompecabezas de inabarcables dimensiones.
En el párrafo final escribió Caresani: Por amor al legado dariano y a las generaciones que lo leerán con avidez en el futuro, los invito a todos a compartir esta preocupación por su obra. Tenemos hoy el capital intelectual y los recursos técnicos para encarar la tarea. Pero muy poco podemos lograr sin el apoyo de instituciones que aglutinen y acompañen las investigaciones de equipos dispersos en todo el mundo. Lejos del desánimo y a meses del Centenario, creo que estamos ante una oportunidad histórica para cambiar un estado de cosas. Pongamos, entonces, manos a la obra.
Disfrutemos entonces el ensayo de Caresani leído en el simposio Rubén Darío.

 

II
Los ojos del artista: Rubén Darío y el arte de la crónica
Por Rodrigo Javier Caresani

Buenas noches. Quiero comenzar esta intervención con un enorme –y para nada retórico- agradecimiento a las personas e instituciones que organizan este admirable Simposio. A cada paso –y desde el día mismo en que iniciamos las gestiones para llegar hasta aquí-, recibo un afecto que me tiene conmovido. Fuera del sinfín de atenciones que me hacen sentir como en casa, no puedo dejar de valorar esa magia invisible que está detrás de un evento con estas características –y digo “magia invisible” porque sé que en cada detalle del Simposio se esconde un gigantesco esfuerzo humano. Les agradezco también a todos ustedes por compartir conmigo alguna de las variadas formas de la pasión dariana, cada una de ellas igualmente legítima –ya sea en la vía de la erudición académica, el estudio escolar o el simple y feliz goce de la lectura.

Para entrar en tema, les adelanto los dos núcleos de mi exposición, núcleos algo dispares a primera vista aunque espero demostrar que el vínculo entre estos aspectos es necesario, incluso imperativo. Primero, voy a presentar un recorrido por las estrategias que la prosa periodística de Rubén Darío pone en funcionamiento al enfrentar los vertiginosos flujos de las ciudades modernas. Entre esas estrategias, pienso que el tramado de “paisajes de cultura” –es decir, la percepción del entorno urbano como un archivo de referencias estéticas- constituye una de las marcas de estilo de la prosa dariana, quizá la huella más reconocible y constante de su poética. Esta “marca registrada” tan pregnante ha sido estudiada más de una vez por la bibliografía especializada en modernismo, aunque siempre o casi siempre bajo el mismo cristal: para decirlo rápidamente, los “paisajes de cultura” darianos traerían a América latina eso que aquí parece faltarnos desde tiempos inmemoriales, tanto la mercancía prestigiosa y los últimos logros del progreso moderno como el capital simbólico prestigioso en la literatura y las artes de los centros europeos desarrollados. Esta no sólo es una verdad a medias sino que –reelaborada en el transcurso de todo el siglo XX- ha terminado por convertirse en uno de los clichés de la crítica más nocivos e improductivos para la lectura de los textos que nos convocan a este Simposio. Me propongo entonces recuperar la complejidad de esos “ojos del cronista”, deslumbrados por el aura de los monumentos pero atentos también a sus fisuras, a ese instante en que el lujo y la novedad revelan su faceta de engaño, de mistificación o fantasmagoría. En una segunda instancia –y con esto voy a terminar- me referiré al estado actual de las ediciones darianas porque estoy convencido de que una de las herramientas más poderosas para mejorar nuestra comprensión de la crónica modernista pasa, en este momento puntual, por el rescate filológico de sus textos. A pesar de los esfuerzos aislados de notables dariístas (algunos de ellos, queridos maestros presentes en esta sala), una cantidad sorprendente de escritos de Rubén –en prosa, sobre todo en prosa- sigue enterrada en la densa marea de publicaciones periódicas europeas y americanas. Pero además, situados frente a la vastedad de la obra dariana, descubrimos que sólo un porcentaje exiguo de sus textos ha sido objeto de ediciones anotadas con rigor y conocimiento. Sin andar demasiado, diría que cualquiera de las figuras de primer orden del modernismo latinoamericano –y la breve lista incluye a los cubanos José Martí y Julián del Casal, al mexicano Manuel Gutiérrez Nájera y al colombiano José Asunción Silva- tiene ya o tendrá en un futuro mediato una edición de calidad de su obra completa. Nos espera un inmenso trabajo si es que queremos poner a nuestro príncipe de las letras castellanas a la altura de sus espléndidos alfiles. Entremos, sin más demoras, al primero de mis argumentos.
De Nicaragua a Chile, de una Buenos Aires “Cosmópolis” a la París capital del siglo XIX –entre idas y venidas, partidas y regresos-, el nomadismo dariano perfila el ansia de modernidad de un proyecto estético sin precedentes en la lengua española. Si, como ha señalado Octavio Paz (1965), lo único que el modernismo afirma es un lenguaje en perpetuo movimiento, resulta pertinente la pregunta por las formas de una escritura de la errancia en la crónica dariana. ¿Qué rasgos definen la singularidad de esta prosa instauradora de una de las vías hegemónicas para el relato moderno de viaje en el fin de siglo latinoamericano? ¿Desde qué tramas y con qué tropos se construye el locus móvil de enunciación que funciona como condición de esta poética? ¿Cómo aproximarse a las conexiones de esta escritura con las violentas transformaciones de una modernidad desigual, periférica, desencontrada? En suma, ¿cómo leer el signo ideológico del desplazamiento dariano sin aplanar sus múltiples valencias? Les decía –y me refiero aquí a lecturas de la crónica modernista conocidas por todos como las de Aníbal González o Julio Ramos- que en el relato de toda una tradición crítica Darío descuella como el paradigma del viajero estético, el más refinado importador de bienes materiales y simbólicos en el fin de siglo. Es preciso, desde mi punto de vista, superar o al menos revisar esta perspectiva. Porque una maniobra menos visible se insinúa en los frisos culturales que enhebran sus crónicas, maniobra del contrabandista sutil que bajo el “viaje importador” y el fetiche de la mercancía camufla otra forma de tráfico, refractaria al aura de las capitales y los monumentos modernos.
No parece casual, en este sentido, que una de las vías de reflexión más explotadas en los asedios a la crónica modernista sea la que relaciona esta textualidad con los atributos de la experiencia urbana en el fin de siglo. Si la ciudad es el espacio moderno por excelencia, el lugar por el que transitan los temas privilegiados de la Modernidad –me refiero a las transformaciones técnicas que acortan las distancias (desde el telégrafo hasta los ferrocarriles), la reproductibilidad técnica de la imagen, la nueva circulación de la información en periódicos y revistas, la constitución de la opinión pública, entre tantos otros-, la crónica traduce y reinventa esa geografía bajo sus propios parámetros. En relación a los escritores del modernismo latinoamericano, pero sobre todo al proyecto de Darío desde su llegada a Buenos Aires en 1893, Ángel Rama nos ofrece una entrada más que sugerente. Dice Rama:

La vulgaridad de las ciudades latinoamericanas que cumplían a fin de siglo el “boom town” no fue menor que la de las ciudades europeas y norteamericanas y, si cabe, fue aún mayor lo informe de un crecimiento que carecía de la planificación de un Haussmann y que sólo respondía a las urgencias del momento dictadas desde el exterior […]. Contra ese telón de fondo también se edifica el arte riguroso de los escritores de la modernización. (1985: 54)

Recordemos que en el cierre del que podría considerarse uno de los umbrales de la literatura latinoamericana moderna –el último poema de Prosas profanas (1896), “Yo persigo una forma…”– Darío se pregunta por el carácter evanescente de la forma artística. Ahora bien, enfrentado a lo que Rama denomina el “amasijo desordenado de la vida popular americana” (1985: 55), el anhelo desesperado del soneto —“Y no hallo sino la palabra que huye”, reza el primero de sus tercetos- se articula desde el rigor de la forma, la exactitud del diseño, la precisión de la escritura. Las crónicas darianas, en su avasallante diversidad, admiten una lectura en esta misma clave, es decir, como respuesta “rigurosa” al drama de una experiencia en fuga, al crecimiento informe de las nuevas ciudades, a sus ritmos vertiginosos y fragmentarios. En el camino hacia una hipótesis que permita describir las aristas de esa “forma”, vale regresar a la célebre intuición de Pedro Salinas –si bien corriéndola del terreno del verso- para postular que la prosa dariana asimila esa experiencia a partir de la configuración recurrente, casi obsesiva, de “paisajes de cultura”.[1]

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[1]Salinas introduce la categoría en el capítulo “El jardín de los pavos reales” de su ensayo La poesía de Rubén Darío –publicado por primera vez en 1948- y restringe el

El cronista viajero –quizá como nunca antes en la tradición de los viajeros latinoamericanos- diseña su itinerario sobre un mapa atiborrado de nuevos referentes culturales. Para ponerlo en otros términos, si todo relato de viaje evalúa un espacio que pone ante nuestros ojos, los desplazamientos del enunciador en los textos de Darío –sea en la variante de la flânerie, de la ensoñación o la divagación, del grand tour o el voyage en orient– seleccionan sus hitos de la colección que ofrece el museo o su análogo des-auratizado, el bazar. Al caracterizar esta huella de la retórica modernista, una intelectual argentina, Marcela Croce, esboza la fórmula de un “kitsch americano”, clave interpretativa de esas instancias en que el “furor por lo antinatural” recae “en la exaltación del objeto feo o en la degradación mercantil de la obra de arte, como ocurre con el Mercurio de Juan de Bolonia en ‘Era un aire suave…’, donde la figura estilizada que ocupa un lugar de privilegio en el Museo del Louvre se convierte en el adorno sobrecargado que acompaña un candelabro, subrayando así la heterogeneidad del gusto burgués” (2013: 15). Por momentos, no obstante, pienso que el hedonismo audaz e ingenioso de Darío se acerca más a lo que Susan Sontag (1996) ha dado en llamar “sensibilidad camp”, es decir, a un “dandismo” en la época de la cultura de masas, a una apropiación excéntrica, distanciada y ligeramente irónica de la vulgaridad, a un gusto mucho menos ingenuo que el mero kitsch.[2]

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alcance de su funcionamiento al verso, con lo que inaugura un eje de lectura para la poética de Prosas profanas que ha sido retomado hasta el cansancio por la crítica. Allí escribe: “Crea entonces Rubén unos ambientes concretados en unos paisajes que no son naturales, sino ‘culturales’, porque hasta sus mismos componentes de Naturaleza están pasados, casi siempre, a través de una experiencia artística ajena” (2005: 96).

[2] Si Paz asimilaba la artificialidad de la “naturaleza” que impone el modernismo dariano a “una tienda de anticuario repleta de objetos art nouveau, con todos sus esplendores y rarezas de gusto dudoso” (1965: 39), los comentarios de Sontag sobre esta misma estética decorativa inspiran parte de nuestras reflexiones: “[l]o camp es una concepción del mundo en términos de estilo; pero de un tipo particular de estilo. Es el amor a lo exagerado, lo off, el ser impropio de las cosas. El mejor ejemplo nos lo da el art nouveau, el estilo camp más característico y más plenamente desarrollado. Los objetos del art nouveau, característicamente, convierten una cosa en otra distinta: las guarniciones de alumbrado en forma de plantas floridas, la sala de estar que es en realidad una gruta. […] Percibir lo camp en los objetos y las personas es comprender el Ser-como-Representación-de-un-Papel. Es la más alta expresión, en la sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro” (1996: 359-360).

Por otra parte, las conclusiones de Raymond Williams sobre la emergencia de una “mirada paisajística” en la constitución de la sensibilidad burguesa nos sirven como herramienta para indagar esa dominante que recorre crónicas tan tempranas como “Álbum porteño” y “Álbum santiaguino”, publicadas ambas en la Revista de Artes y Letras de Santiago de Chile en 1887 y reproducidas al año siguiente en la primera edición de Azul… (1888). En el capítulo “Agradables panoramas” de El campo y la ciudad (2001) Williams plantea que la percepción paisajística de la naturaleza pertenece al universo de convenciones de la estética: el paisaje “bello” es la construcción de una experiencia distanciada que tiene como condición el ocio –pues no hay “paisaje” en un espacio evaluado desde la perspectiva de su utilidad- y supone una descripción o imagen organizada para el consumo. Los paisajes de cultura darianos –esa estrategia persistente para elaborar el fenómeno moderno- instalan de manera espectacular, casi beligerante, la discusión por la autonomía de una nueva zona institucional. La literatura latinoamericana, desde el discurso heterónomo de la prensa, intenta recortar el territorio difuso de su identidad y emprende la tarea a través de una operación que busca consolidar una ideología de la productividad simbólica ligada a la categoría de artificio: de entrada, el imperativo de la mímesis está desplazado del eje del “ut pictura crónica” dariano. En los álbumes chilenos, los cuadros que dibuja Ricardo, el “poeta lírico incorregible” nacido del desplazamiento por la ciudad moderna, apuestan al recurso de la “transposición de arte” –traduciendo a Catulle Mendès y evocando los Salones de Charles Baudelaire- como jugada para desrealizar un espacio que pierde profundidad y se torna deliberadamente artificial en las dos dimensiones estáticas del referente pictórico. La segunda estampa del “Álbum santiagués” de Azul… –titulada “Un retrato de Watteau”- expone de manera contundente la captación modernista de la ciudad como un interior colmado de referentes culturales, en una representación que acopla el prestigio del Museo con la chuchería de bazar. Veamos un fragmento:

Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro, soñamos con los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de madama de Maintenon, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado. […] Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto tras la estatua de algún silvano, en la penumbra. […] Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas, mientras en el plafond en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de un toro robusto y divino, la bella Europa, entre delfines áureos y tritones corpulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles. La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguina que se dirige a un baile de fantasía, de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles. (Darío, 1998: 230-231)

Por un lado, el texto reafirma la convicción dariana de que el entorno urbano se puede aprehender, descifrar e incluso controlar como un paisaje de citas. En una réplica del gesto que actualiza “Era un aire suave…”, la postal chilena traslada al fin de siglo latinoamericano la escena pictórica de las “fiestas galantes”, representación que Theóphile Gautier incorpora al parnasianismo en el poema “Watteau” (1838) y Paul Verlaine termina de asociar a una estética del artificio en sus Fêtes galantes (1869).[3] Pero si en la tradición europea el tópico es recuperado por el parnasianismo y el simbolismo como estrategia para defender las formulaciones del arte por el arte, la versión de Darío satura el interior “puro” de réplicas y miniaturas, extrema las referencias a la mercancía para el consumo masivo, de modo que el énfasis se desplaza de la autonomía estética al drama americano de su imposibilidad. Si bien el ejemplo que leímos confirma el lúcido análisis de Rama sobre la semiosis modernista del “oro” y el consumo en el proceso de democratización finisecular –contundente en la conclusión de que para los poetas renovadores “el materialismo se traducía en términos profesionales precisos: significaba falta de público para el arte” (1985: 130)-, nuestro argumento pretende relevar el trabajo activo sobre un ideologema metropolitano, importado por Darío de una manera mucho menos neutral de lo que lecturas recientes del modernismo están dispuestas a reconocer.

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[3] Para una caracterización de este “mito” del arte por el arte y la reseña de su aparición en algunos textos del modernismo español (Valle-Inclán) y americano (Darío), ver la aproximación de Schiavo (2001).

A partir de estas premisas –y desde la sintonía con el despliegue de Williams- cabría reconsiderar entonces las hipótesis de Julio Ramos (1989), quien encuentra en las crónicas finiseculares una forma sofisticada del viaje importador, la mediación del corresponsal entre el público local, deseoso de modernidad, y el capital cultural extranjero. En particular, la variante dariana del género se empeñaría en presentar una vitrina del mundo moderno que termina encubriendo los signos amenazantes de la nueva experiencia urbana con un espectáculo meramente pintoresco. Es cierto que en los noventa, para el momento en que Darío se vuelve corresponsal modelo, “el cronista será, sobre todo, un guía en el cada vez más refinado y complejo mercado del lujo y bienes culturales, contribuyendo a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad” (Ramos, 1989: 113). Pero en paralelo al fetiche, al decorado consolatorio, a la mistificación de los peligros de la ciudad, el paisaje de citas que ensamblan los frisos urbanos de estas crónicas inserta en la tradición de los viajeros finiseculares el relámpago de una nueva operatoria poética. Y si esa operatoria devela algo más de lo que encubre, su funcionamiento y sus efectos pueden conectarse, salvando las distancias, con el potencial revulsivo que Walter Benjamin le asignaba al procedimiento del montaje en el camino hacia una “revelación profana”. Consideremos un ejemplo: en pleno peregrinaje europeo y enfrentado a la cumbre del arte italiano, el cronista invoca la nebulosa habitual de citas prestigiosas pero ahora para revelar cómo esas representaciones impiden una experiencia genuina del arte. Leamos un fragmento del “Diario de Italia”, publicado como crónica en el periódico La Nación e incluido luego en el tomo Peregrinaciones (1901):

Es preciso ver la capilla Sixtina; pero es un desacato verla sin los propios ojos, sin los personales ojos del artista que ponen una mirada más en los colores de las telas y en las alburas de los mármoles, fatigados del secular mariposeo de tantas pupilas. Porque en esos Sancta-sanctorum del arte, se ven dos cosas: la chef d’oeuvre y los ojos que la han visto […]. La capilla Sixtina está llena de esas miradas, satisfechas o escépticas, o irónicas, o estáticas, o incoloras. Desde luego la vieja mirada de los maestros que realizada la obra hallaron que era buena; y las miradas de los papas, de los papas gentiles o ascetas; y la escrutadora mirada de los amigos del artista, y después, cuando la muerte hubo serenado todos los juicios, pulido todas las asperezas, humanizado todas las controversias, uniformado todos los cultos y consagrado todos los sufragios, las miradas de los intelectuales que pasan. Todavía se disciernen en el delirante misticismo de la transfiguración, por ejemplo, las miradas llenas de análisis tranquilo de Taine, tan distintas de las miradas de los espectadores de ayer, ayunas de razonamientos y de distinciones morales, poco o nada introspectivas, simplificadas de nuevo, al sol del Renacimiento, por la majestad sencilla de la línea antigua… Porque los ojos han hecho un inmenso y triste camino de complicación y de complejidad desde el Renacimiento hasta estos días de estetismo y de connotaciones múltiples. Ya no hay un cerebro bastante puro y amplio que vea con la mirada de un Leonardo. Han desaparecido en el juicio las perspectivas vastas, los lineamientos tranquilos: nuestros ojos están tristes y nuestras miradas están enfermas; y aún parece que los inmortales cuadros y los mármoles eternos sienten que ya no sabemos mirarlos. Quién sabe. ¿Por qué no ha de haber en el alma inefable de un capolavoro el melancólico despecho de no ser bien mirado? (Darío, 1901: 258-259)

El texto reflexiona, en este punto, sobre sus propios recursos –y la crisis de la mirada por el agotamiento de “modelos” se insinúa a cada paso de Peregrinaciones. Por un lado, es evidente que el vasto mecanismo de alusión al Libro de la Cultura encapsulado en el paisaje dariano escenifica la concepción –tan modernista- del trabajo de escritura como un ejercicio de lectura.[4] Pero si el itinerario textual se asemeja a un “libro” –o mejor, a la colección de citas en un cuaderno de recortes- no es tanto por la profusión de referencias culturales sino porque el viajero se erige en la figura de un lector privilegiado, capaz de reconstruir esos estratos de representación que rodean a los monumentos y también de trascenderlos. Quizá uno de los ejemplos más sugestivos de esta resistencia a la perspectiva urbana alienada del viajero importador –practicada ahora como un ejercicio crítico de desmontaje de estereotipos literarios- pueda leerse en la crónica de Tierras solares (1904) que Darío dedica a Venecia. Una breve cita del texto:

La primera vez me enamoré de Venecia con locura: hoy, creo que estoy siempre enamorado de ella, pero haría un matrimonio de conveniencia… No porque la

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[4] Quizá sea por esto que Borges –detractor de “la tribu de Rubén” desde su vanguardismo inicial- termina reconociendo en el “Mensaje en honor de Rubén Darío” la deuda con el nicaragüense: “La riqueza poética de la literatura de Francia durante el siglo diecinueve es indiscutible; nada o muy poco de ese caudal había trascendido a nuestro idioma. Darío, tout sonore encore de Hugo, de los otros románticos, del Parnaso y de los jóvenes poetas del simbolismo, tuvo que colmar ese hiato. Otros, en América y en España, prolongaron su vasta iniciativa […]. Los lagos, los crepúsculos y la mitología helénica fueron apenas una efímera etapa del modernismo, que los propios propulsores abandonarían por otros temas. […] Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador” (1968: 13).

juzgue muerta, como Maurice Barrès, porque Anadiómena no muere, sino por las malas frecuentaciones y relaciones que ha tenido: no por su decadencia, sino por su profanación. Profanación del peor vicio cosmopolita que viene a flotar en góndola, para dar color local a sus caprichos; del ridículo literario de todas partes, que escoge como decoración de insensatez estos lugares divinizados por la poesía y consagrados por la historia; del dinero anglosajón y alemán que vulgariza los palacios y las costumbres, del turismo carneril que invade con sus tropillas todo rincón de meditaciones, todo recinto de arte, todo santuario de recuerdo. Esto se ha convertido ¡oh, desgracia! en la ciudad de los Snobs, en Snobópolis. […] Chiflados de todas partes vienen a querer convertirse en ruiseñores y a creer que hacen brillar la renovación de grandes nombres. Periodistas ricos y novelistas de París, de Londres, de otras partes, vienen a vivir dos meses de novela pseudosentimental que les dé para ponerla en una serie de artículos, en un volumen… (2001: 123-124)

Paradójico paseo veneciano, el relato avanza cancelando párrafo a párrafo la expectativa de cualquier idealización. Sin embargo, el texto hace mucho más que denunciar las transformaciones de la ciudad-mito por el turismo y el simulacro. El blanco privilegiado de Darío se encuentra, otra vez, en la red de citas que han fosilizado una postal, pues son las “sombras” de Chateaubriand, Goethe, Byron, Musset, George Sand, Taine, Gautier y Wagner –vuelvo a citar el texto- las culpables “con los evocadores de ellas, de que la encantada ciudad pueda justamente ser denominada Snobópolis” (2001: 127). La crónica navega la biblioteca veneciana, expone la saturación de fantasmas que administran un imaginario y dibuja en ese catálogo la salida de la fantasmagoría: al demostrar que el mito del arte europeo no hace otra cosa que repetirse a sí mismo, Darío le arrebata su condición de objeto de deseo. De este modo, su prosa –aun cuando alimenta ese lugar común de la crítica que la lee como pasiva “mediación” entre capitales culturales- recorre otros circuitos e interpone sus propios cortocircuitos. A la voracidad cultural de una errancia que desacomoda los anaqueles de la biblioteca latinoamericana con lecturas raras, subyace también el gesto del traductor caníbal, la mirada del subalterno que desde los márgenes altera y descentra las jerarquías de los objetos culturales de la metrópoli. Para decirlo con Benjamin –aunque la idea le tributa también al sutil desarrollo de Rama en torno a las “máscaras democráticas” del modernismo-, la operación dariana erosiona el estatus de autoridad de los monumentos, fractura parcialmente su aura. Esa perspectiva paisajística aplicada a la Cultura entreteje en el viaje importador un atisbo de distancia que convierte la lengua propia en extranjera, para volver a fundarla tanto en el poema como en el laboratorio de la crónica.
He querido discutir, con estas breves notas, algunos estereotipos clásicos que reaparecen una y otra vez en la creciente bibliografía sobre el modernismo. Darío no es –o no es solamente- un importador de modelos, un traductor neutral de la modernidad; sus crónicas no son –o no son solamente- el escaparate en el que la burguesía americana imaginó sus objetos de deseo; toda explicación unilateral en cualquiera de estas líneas –sólo puse algunos ejemplos significativos- termina chocando con el complejo cosmopolitismo dariano. Concluyendo, creo que un buen camino para indagar esa complejidad que tanto me inquieta debería partir de una mirada de conjunto a sus textos. Para abandonar los clichés que ya no nos dejan leer a Darío es preciso atender a otras crónicas, menos conocidas o menos “mariposeadas” por tantas pupilas –por decirlo con la genial cita de Peregrinaciones. Sin embargo y a un año de conmemorar el siglo de descanso de su pluma, esa posibilidad la tenemos menguada porque no contamos todavía con una obra completa que resulte mínimamente confiable. Sé que no es el único motivo, pero desde mi lugar de joven investigador encuentro una justificación para esta lamentable falta en las dificultades que presenta nuestro objeto, la prensa de fines del siglo XIX y principios del XX. Darío, lo sabemos, fue un grafómano que –sobre todo en ciertos momentos de su vida- publicó en cuanto periódico o revista se le cruzaba. Si a esto le sumamos la dispersión geográfica de las publicaciones a los dos lados del Atlántico, estamos ante un rompecabezas de inabarcables dimensiones. Un ejemplo para ilustrar mi punto: con el equipo de jóvenes investigadores que dirijo en la Universidad de Buenos Aires[5] nos interesó hace un par de años una serie de crónicas muy singular –por su brevedad y el tono casi coloquial- llamada “Mensajes de la tarde”. Por meses Darío publica diariamente esta columna en el hoy inhallable periódico Tribuna de Buenos Aires. Desde el principio intuíamos que el conjunto estaba mal editado en los volúmenes póstumos que recogen su prosa dispersa; es decir, incompleto, con errores en la datación y en los títulos, entre otras cosas. Nos llevó más de un año de trabajo recomponer la serie entera y hoy puedo adelantarles que no sólo hemos corregido esos errores sino que

[5] El grupo PRIG-UBA “Relaciones interartísticas en el modernismo latinoamericano: poesía, crónica y crítica de arte en el fin de siglo (1880-1920)” se encuentra radicado desde 2012 en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires y cobija los trabajos de una decena de investigadores.

además encontramos, en el camino, cerca de una decena de textos desconocidos. Y estoy hablando, nada más, de un periódico minúsculo en su producción. Con esto quiero decir que la necesidad de reeditar y completar la obra de Darío –para entenderla mejor- es imperiosa y promete a los investigadores valiosísimos hallazgos. Al mismo tiempo, requiere un esfuerzo colosal, que excede las posibilidades de “un” ser humano o incluso de “un” grupo de trabajo. Por amor al legado dariano y a las generaciones que lo leerán con avidez en el futuro, los invito a todos a compartir esta preocupación por su obra. Tenemos hoy el capital intelectual y los recursos técnicos para encarar la tarea. Pero muy poco podemos lograr sin el apoyo de instituciones que aglutinen y acompañen las investigaciones de equipos dispersos en todo el mundo. Lejos del desánimo y a meses del Centenario, creo que estamos ante una oportunidad histórica para cambiar un estado de cosas. Pongamos, entonces, manos a la obra. Muchas gracias.

Rodrigo Javier Caresani
Universidad Nacional de Tres de Febrero
Universidad de Buenos Aires
caresani.rodrigo@gmail.com

Bibliografía

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