ARMANDO MORALES a la luz de su luna

Por Gabriel García Márquez
Llegó a las cinco en punto. Eso, entre jóvenes, es una virtud rara. Pero en el curso de nuestras largas conversaciones en mi casa de México habría de descubrir que Armando Morales era dueño de otras virtudes sobrenaturales. Llevaba un traje de lino color de trigo y una corbata alegre, y todo él tenía un aire de artista despistado que no se conciliaba con su maletín de agente de comercio. Pocos días antes me había escrito una carta con una posdatita: “Vivamos mucho, no andemos muriéndonos tanto”.
Tenía deseos de encontrarlo y saber cómo era, desde que vi por primera vez un cuadro suyo entre los Zurbaranes inciertos y los Andy Warhols de feria de una mansión de millonarios. Era una corrida de toros, cuyos protagonistas no parecían pintados en el lienzo sino talladas en plomo. Y sin embargo, el cuadro tenía el dramatismo de esplendor y de muerte de la fiesta brava.
“Caray”, me dije. “Este hombre no le tiene miedo a nada”.
En los años siguientes tuve ocasiones de sobra para confirmarlo, pues encontraba cuadros suyos donde menos lo pensaba, con esa recurrencia mágica con que uno vuelve a encontrar varias veces en un mismo día a una antigua novia que no había visto durante mucho tiempo. Vi mujeres fugitivas de los Evangelios, rocallosas y sin rostros, que se bañaban en templos inundados, selvas enrarecidas por el olvido, suertes de tauromaquia petrificadas por el terror.
Vi a la muy antigua y noble ciudad de Granada, la de Nicaragua, repartida a pedazos en cuadros numerosos, en calles sin rumbo, perros rupestres, un coche de caballos sin control con el auriga muerto en el pescante, y su lago temperamental con ínfulas oceánicas, su lago una vez y otra vez, su lago inevitable, como un fantasma agazapado a la vuelta de cada esquina: su lago siempre.
Pues Armando Morales es capaz de pintar cualquier cosa, cualquier instante, cualquier sentimiento, sin someterlo a la servidumbre de ninguna moda. Es realista de una realidad que sólo él conoce, y que lo mismo puede ser del siglo XVI que del siglo XXI: el tema determina el modo.
Ha viajado por todo el mundo, ha vivido y pintado con su inventiva sedienta en la manigua de Nueva York, en la metrópoli de la Amazonia, en Paris con amor, en Londres sin ti, pero a todo el mundo lo ha visto con sus ojos de granadino impenitente. Tiene un cuadro de San Giorgio Maggiore, en Venecia, con su campanario y su vaporcito de Vivaldi, pero sus sombras diagonales y sus aguas encrespadas siguen siendo las mismas. Así es: sus desafueros creativos; se delatan a sí mismos de inmediato por una misma seña de identidad: el vasto silencio de sus cuadros, alumbrados aún a pleno día por la luna llena de Granada.
Sólo después de conversar con él durante muchas horas, en nuestras dilatadas tardes México, entendí que Armando Morales no le tuviera miedo a nada. Más aún: me pregunté si hubiera sido pintor de no haber nacido y crecido en Nicaragua, y si sus cuadros hubieran sido posibles en una realidad distinta de la fantasmagórica de su patria de endriagos y guerreros, de aguaceros inmemoriales y despelotes de amor, donde la iguana y el armadillo son platos nacionales, y donde estuvieron casi al mismo tiempo un aventurero gringo que se coronó emperador, y don Rubén Darío, uno de los grandes poetas de este mundo.
Por fortuna nació y se crió allí, dentro de sus propios cuadros, bajo el signo ineluctable de Capricornio. Su infancia es un modelo ejemplar del poder de la vocación, se formó solo, y lo puede probar ante los tribunales, pues aún conserva en sus archivos el primer dibujo que hizo a los tres años. Es un barco pintado con lápices de colores en el dorso de una tarjeta postal que su padre mandó de Alemania cuando se fue a comprar lo que sólo un nicaragüense de 1920 podía comprar en Alemania: una fábrica de ladrillos. Pues bien: en ese dibujo prehistórico se vislumbra ya el resplandor de esa luna errante que ha hecho de Armando Morales uno de los grandes pintores de este siglo moribundo.
Su recuerdo más antiguo es el trimotor anfibio que pasaba rugiendo como un tigre de papel sobre el gran Lago embravecido, a lo largo de los años en que la Armada de los Estados Unidos ocupó el país. Él cree que de ahí le viene su terror de volar, que tantos compartimos, y alguna vez trató de conjurarlo con una cura de burro: volando sobre la Amazonía le pidió al piloto que le hiciera las indicaciones básicas, y tomó el mando del avión.
Los gérmenes de su mundo lunar estaban inclusive dentro de la propia familia. Su abuelo paterno, el doctor José María Morales, se había hecho médico en Alemania, pero jamás logró que sus clientes de Granada le pagaran con dinero. Le pagaban con gallinas, tabacos, cerdos, calabazas, y aun con una vaca descarriada en el más grave de los casos. Al doctor Morales le parecía justo.
“No más faltaba –decía- que además de estar enfermos tuvieran que pagar”.
Bautizó a sus cinco hijos con nombres que empezaban con las cinco vocales en orden: Adán, Evangelina, Ismael, Orlando y Ulises. Todos vivieron largos años, y tuvieron la decencia de morirse como habían nacido: por orden alfabético. El primero, don Adán Morales, fue el padre del pintor.
Su hermana mayor, Lillian, quien realidad se llamaba Edna María Victoria, era una dama de las de antes, que se vestía para las visitas de los domingos con trajes de muselina y sombrero de organza, y entretenía las horas muertas de las siestas ajenas pintando flores al óleo en pañuelos para decir adioses. Años más tarde, Armando Morales encontró su recado de pintar entre los cachivaches olvidados de un baúl oloroso a sándalo y naftalina, rescató los tubos de colores y los frascos de trementina, y con ellos pintó sus primeros cuadros al óleo. Pintaba todo lo que veía, todo lo que recordaba, todo lo que quería, pues desde entonces parecía convencido de que todo lo que sucede en la vida es digno de ser pintado.
Su padre, como todos los padres, quería que heredara el negocio familiar, que muy al modo de la familia era al mismo tiempo farmacia y ferretería, y lo estimulaba más hacia las matemáticas y las ciencias que hacia las buenas artes. Armando Morales no lo contradijo nunca. Siguió dibujando durante las clases a espaldas de los maestros, y aprobaba los exámenes de álgebra y de química con las respuestas copiadas de sus vecinos. Lo que no supo hasta muchos años después, fue que su padre vigilaba con ilusiones inconfesables el encarnizamiento de su vocación, y sin que él lo supiera coleccionó durante años sus dibujos de niño, disimulados dentro del libro de contabilidad de la ferro-farmacia.
Fue un triunfo de la tozudez de ambos. Cuando se abrió la primera escuela de Bellas Artes en Managua, Armando Morales fue el primer alumno. No sólo porque se inscribió antes que nadie y fue el más destacado, sino porque fue el único que llegó puntual a la primera clase del primer día: a las cuatro en punto. El maestro era don Augusto Fernández, un refugiado de la guerra civil española que acabó de vivir hace pocos años en México y dejó inéditas y sin destino más de doscientas ilustraciones de El Quijote. El sueño de Armando Morales en aquel tiempo era irse para Nueva York a hacer un curso de perspectiva que duraba cinco años.
“El maestro Fernández -dice ahora-, muerto de risa me la enseñó desde el primer día mientras llegaban los otros alumnos en una hora”. Entonces tenía veinte años y sólo le hacían falta los recursos técnicos. Porque ya llevaba dentro para siempre el plenilunio de Granada. Conocía la pintura de los grandes maestros en reproducciones de libros, pero no había visto ninguno en carne viva. La primera vez que lo vio fue en una exposición de pintores latinoamericanos en Managua. Allí se hallaban los más grandes: Tamayo, Portinari, Roberto Matta, Wilfredo Lam, y obras de caballete de los muralistas mexicanos que por aquellos días estremecían al mundo.
La sorpresa de Armando Morales a primera vista fue que todos eran idénticos a como los había imaginado. Tal como le había ocurrido con su primer cuadro de toreros, que copió del respaldo de una baraja española cinco años antes de que viera en el Perú, por primera vez en su vida, una corrida de toros. Permaneció muchas horas frente a cada cuadro, durante todo el tiempo que duró la exposición, escudriñando la malicia de la textura, desentrañando los secretos de su maestría, el misterio de su eternidad, y vio que todo era como él creía haberlo inventado en su soledad de Granada. Sólo entonces, sin haber salido nunca de Nicaragua, se atrevió a mandar un cuadro a la Segunda Bienal Hispanoamericana de Arte de la Habana, en 1954, y se ganó su primer premio. En ese cuadro era ya evidente que aquel joven compatriota de Rubén Darío, con el mundo iluminado por su luna personal, no le tenía miedo a nada. Salvo a los aviones, por supuesto.
Cartagena de Indias, agosto 1992.