LOS POETAS Y LAS MUJERES EN “UNA HABITACIÓN PROPIA” DE VIRGINIA WOOLF

En 1928, Virginia Woolf (1882-1941) una de las figuras más destacadas del vanguardismo moderno, el feminismo internacional y del literario grupo Bloomsbury, dictó una serie de conferencias sobre el tema de la mujer y la novela toda- una novedad en esa época-, especialmente en Inglaterra post Victoriana. Esa serie de conferencias en el Newnham College y el Girton College, ambos femeninos, de la Universidad de Cambridge, fueron recopiladas en un libro que título: Una habitación propia.
Con el tiempo el libro se convirtió en una de las referencias obligadas sobre la vida y obra de la gran escritora que hizo un relato apasionante sobre temas tabús, que son ahora una contribución al siempre polémico tema del feminismo desde una perspectiva literaria. Con fascinantes matices históricos Woolf habla del tema de la condición femenina y la enajenación de la mujer en la sociedad situación que no ha perdido ni un ápice de actualidad.
JALuna/Editor
He aquí una muestra de Una Habitación Propia
Capítulo 6.
Fragmento

Aquí, pues, Mary Beton para de hablar. Os ha dicho cómo llegó a la conclusión —la prosaica conclusión— de que hay que tener quinientas libras al año y una habitación con un pestillo en la puerta para poder escribir novelas o poemas.
Ha tratado de exponer al desnudo los pensamientos y las impresiones que la llevaron a pensarlo. Os ha pedido que la siguieseis mientras volaba a los brazos de un bedel, almorzaba aquí, cenaba allá, hacía dibujos en el British Museum, sacaba libros de los estantes, miraba por la ventana. Mientras hacía todas estas cosas, vosotras sin duda habéis estado observando sus fallos y flaquezas y decidiendo qué efecto tenían sobre sus opiniones. Habéis estado contradiciéndola y añadiendo y deduciendo cuanto os ha parecido acertado.
Así es como tiene que ser, porque con un tema de esta clase, la verdad sólo puede obtenerse colocando una junto a otras muchas variedades de error. Y terminaré ahora en nombre propio, anticipando dos críticas tan evidentes que difícilmente podríais dejar de hacérmelas.
No ha expresado usted ninguna opinión, quizá me digáis, sobre los méritos comparados del hombre y de la mujer, ni siquiera como escritores. Esto lo he hecho a propósito, porque, aun suponiendo que hubiese llegado el momento de hacer semejante valoración —y por ahora es mucho más importante saber cuánto dinero tenían las mujeres y cuántas habitaciones que especular sobre sus capacidades—, aun suponiendo que hubiese llegado este momento, no creo que las dotes, ya sea de la mente o del carácter, se puedan pesar como el azúcar o la mantequilla, ni siquiera en Cambridge, donde saben tanto de poner a la gente en categorías y de colocar birretes sobre su cabeza e iniciales detrás de su apellido. Yo no creo que ni siquiera la Tabla de Precedencias, que encontraréis en el Almanaque de Whitaker, represente un orden de valores definitivo ni que haya ningún serio motivo para suponer que un Comendador del Baño acabará precediendo en el comedor a un Maestro de Locura. Todo este competir de un sexo con otro, de una cualidad con otra; todas estas reivindicaciones de superioridad e imputaciones de inferioridad corresponden a la etapa de las escuelas privadas de la existencia humana, en que hay «bandos» y un bando debe vencer a otro y tiene una importancia enorme andar hasta una tarima y recibir de manos del director en persona un jarro altamente decorativo.
Al madurar, la gente deja de creer en bandos, en directores y en jarros altamente decorativos. En todo caso, en lo que respecta a los libros, es sumamente difícil pegar etiquetas de mérito de modo que no se caigan. ¿Acaso las críticas de libros contemporáneos no ilustran perpetuamente la dificultad de emitir juicios? «Este excelente libro», «este libro sin valor»: se le aplican al mismo libro ambos calificativos. Ni la alabanza ni la censura significan nada. Por delicioso que sea, el pasatiempo de medir es la más fútil de las ocupaciones y el someterse a los decretos de los medidores la más servil de las actitudes. Lo que importa es que escribáis lo que deseáis escribir; y nadie puede decir si importará mucho tiempo o unas horas. Pero sacrificar un solo pelo de la cabeza de vuestra visión, un solo matiz de su color en deferencia a un director de escuela con una copa de plata en la mano o algún profesor que esconde en la manga una cinta de medir, es la más baja de las traiciones; en comparación, el sacrificio de la riqueza y de la castidad, que solía considerarse el peor desastre humano, es una mera fruslería.
En segundo lugar, puede que me reprochéis el haber insistido demasiado sobre la importancia de lo material. Aun concediendo al simbolismo un amplio margen y suponiendo que quinientas libras signifiquen el poder de contemplar y un pestillo en la puerta el poder de pensar por sí mismo, quizá me digáis que la mente debería elevarse por encima de estas cosas; y que los grandes poetas a menudo han sido pobres. Dejadme entonces citaros las palabras de vuestro propio profesor de Literatura, que sabe mejor que yo qué entra en la fabricación de un poeta.
Sir Arthur Quiller-Couch escribe:
¿Cuáles son los grandes nombres de la poesía de estos últimos cien años aproximadamente? Coleridge, Wordsworth, Byron, Shelley, Landor, Keats, Tennyson, Browning, Arnold, Morris, Rossetti, Swinburne. Parémonos aquí. De éstos, todos menos Keats, Browning y Rossetti tenían una formación universitaria; y de estos tres, Keats, que murió joven, segado en la flor de la edad, era el único que no disfrutaba de una posición bastante acomodada. Quizá parezca brutal decir esto, y desde luego es triste tener que decirlo, pero lo rigurosamente cierto es que la teoría de que el genio poético sopla donde le place y tanto entre los pobres como entre los ricos, contiene poca verdad. Lo rigurosamente cierto es que nueve de estos doce poetas tenían una formación universitaria: lo que significa que, de algún modo, consiguieron los medios para obtener la mejor educación que Inglaterra puede dar. Lo rigurosamente cierto es que de los tres restantes, Browning, como sabéis, era rico, y me apuesto cualquier cosa a que, si no lo hubiera sido, no hubiera logrado escribir Saúl o El anillo y el libro, de igual modo que Ruskin no hubiera logrado escribir Pintores modernos si su padre no hubiera sido un próspero hombre de negocios. Rossetti tenía una pequeña renta personal; además pintaba. Sólo queda Keats, al que Atropos mató joven, como mató a John Clare en un manicomio y a James Thomson por medio del láudano que tomaba para drogar su decepción. Es una terrible verdad, pero debemos enfrentarnos con ella. Lo cierto —por poco que nos honre como nación— es que, debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la menor oportunidad. Creedme —y he pasado gran parte de diez años estudiando unas trescientas veinte escuelas elementales—, hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias.
Nadie podría exponer el asunto más claramente. «El poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los últimos doscientos años, la menor oportunidad… En Inglaterra un niño pobre no tiene más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias.» Exactamente. La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia. Sin embargo, gracias a los esfuerzos de estas mujeres desconocidas del pasado, de estas mujeres de las que desearía que supiéramos más cosas, gracias, por una curiosa ironía, a dos guerras, la de Crimea, que dejó salir a Florence Nightingale de su salón, y la Primera Guerra Mundial, que le están en vías de ser enmendados. Si no, no estaríais aquí esta noche y vuestras posibilidades de ganar quinientas libras al año, aunque desgraciadamente, siento decirlo, siguen siendo precarias, serían ínfimas. De todos modos, quizá me digáis: ¿por qué le parece a usted tan importante que las mujeres escriban libros, si, según dice, requiere tanto esfuerzo, puede llevarla a una a asesinar a su tía, muy probablemente la hará llegar tarde a almorzar y quizá la empuje a discusiones muy graves con muy buenas personas? Mis motivos, debo admitirlo, son en parte egoístas. Como a la mayoría de las inglesas poco instruidas, me gusta leer, me gusta leer cantidades de libros. Últimamente mi régimen se ha vuelto un tanto monótono; en los libros de Historia hay demasiadas guerras; en las biografías, demasiados grandes hombres; la poesía ha demostrado, creo, cierta tendencia a la esterilidad, y la novela… Pero mi incapacidad como crítico de novela moderna ha quedado bastante patente y no diré nada más sobre este tema. Por tanto, os pediré que escribáis toda clase de libros, que no titubeéis ante ningún tema, por trivial o vasto que parezca. Espero que encontréis, a tuertas o a derechas, bastante dinero para viajar y holgar, para contemplar el futuro o el pasado del mundo, soñar leyendo libros y rezagaros en las esquinas, y hundir hondo la caña del pensamiento en la corriente. Porque de ninguna manera os quiero limitar a la novela.
Me complaceríais mucho —y hay miles como yo— si escribierais libros de viajes y aventuras, de investigación y alta erudición, libros históricos y biografías, libros de crítica, filosofía y ciencias. Con ello sin duda beneficiaríais el arte de la novela. Porque en cierto modo los libros se influencian los unos a los otros. La novela no puede sino mejorar al contacto de la poesía y la filosofía. Además, si estudiáis alguna de las grandes figuras del pasado, como Safo, Murasaki, Emily Brontë, veréis que es una heredera a la vez que una iniciadora y ha cobrado vida porque las mujeres se han acostumbrado a escribir como cosa natural; de modo que sería muy valioso que desarrollaseis esta actividad, aunque fuera como preludio a la poesía. Pero al repasar estas notas y criticar la sucesión de mis pensamientos cuando las escribí, me doy cuenta de que mis motivos no eran del todo egoístas. En todos estos comentarios y razonamientos late la convicción —¿o es el instinto? — de que los buenos libros son deseables y de que los buenos escritores, aunque se pueda encontrar en ellos todas las variedades de la depravación humana, no dejan de ser personas buenas. Cuando os pido que escribáis más libros, os insto, pues, a que hagáis algo para vuestro bien y para el bien del mundo en general. Cómo justificar este instinto o creencia, no lo sé, porque, si uno no se ha educado en una universidad, los términos filosóficos fácilmente pueden inducirle en error. ¿Qué se entiende por «realidad»? La realidad parece ser algo muy caprichoso, muy indigno de confianza: ora se la encuentra en una carretera polvorienta, ora en la calle en un trozo de periódico, ora en un narciso abierto al sol. Ilumina a un grupo en una habitación y señala a unas palabras casuales. Le sobrecoge a uno cuando vuelve andando a casa bajo las estrellas y hace que el mundo silencioso parezca más real que el de la palabra. Y ahí está de nuevo en un ómnibus en medio del tumulto de Piccadilly.
A veces, también, parece habitar formas demasiado distantes de nosotros para que podamos discernir su naturaleza. Pero da a cuanto toca fijeza y permanencia. Esto es lo que queda cuando se ha echado en el seto la piel del día; es lo que queda del pasado y de nuestros amores y odios. Ahora bien, el escritor, creo yo, tiene más oportunidad que la demás gente de vivir en presencia de esta realidad. A él le corresponde encontrarla, recogerla y comunicárnosla al resto de la Humanidad. Esto es, en todo caso, lo que infiero al leer El Rey Lear, Emma o En busca del tiempo perdido. Porque la lectura de estos libros parece, curiosamente, operar nuestros sentidos de cataratas; después de leerlos vemos con más intensidad; el mundo parece haberse despojado del velo que lo cubría y haber cobrado una vida más intensa. Éstas son las personas envidiables que viven enemistadas con la irrealidad; y éstas son las personas dignas de compasión, que son golpeadas en la cabeza por lo que es hecho con ignorancia o despreocupación. De modo que cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que viváis en presencia de la realidad, que llevéis una vida, al parecer, estimulante, os sea o no os sea posible comunicarla.
Yo terminaría aquí, pero la presión de la convención decreta que todo discurso debe terminar con una peroración. Y una peroración dirigida a mujeres debería contener, estaréis de acuerdo conmigo, algo particularmente exaltante y ennoblecedor. Debería imploraros que recordéis vuestras responsabilidades, la responsabilidad de ser más elevadas, más espirituales; debería recordaros que muchas cosas dependen de vosotras y la influencia que podéis ejercer sobre el porvenir.  Pero estas exhortaciones se las podemos encargar sin riesgo, creo, al otro sexo, que las presentará, que ya las ha presentado, con mucha más elocuencia de la que yo podría alcanzar. Aunque rebusque en mi mente, no encuentro ningún sentimiento noble acerca de ser compañeros e iguales e influenciar al mundo conduciéndole hacia fines más elevados. Sólo se me ocurre decir, breve y prosaicamente, que es mucho más importante ser uno mismo que cualquier otra cosa. No soñéis con influenciar a otra gente, os diría si supiera hacerlo vibrar con exaltación.  Pensad en las cosas en sí. Y también me acuerdo, cuando hojeo los periódicos, las novelas, las biografías, de que una mujer que habla a otras mujeres debe reservarse algo desagradable que decirles. Las mujeres son duras para con las mujeres. A las mujeres no les gustan las mujeres. Las mujeres… Pero ¿no estáis hasta la coronilla de esta palabra? Yo sí, os lo aseguro. Aceptemos, pues, que una conferencia pronunciada por una mujer ante mujeres debe terminar con algo particularmente desagradable.
Pero ¿cómo se hace? ¿Qué se me ocurre? A decir verdad, a menudo me gustan las mujeres. Me gusta su anticonvencionalismo. Me gusta su entereza.