Un Sermón – cuento

Rubén Darío

El 1o de enero de 1900, llegué muy temprano a Roma, y lo pri­mero que hice fue correr a la basílica de San Pedro a prepararme un lugar para oír el sermón que debía predicar en lengua espa­ñola un agustino de quien se esperaba gran cosa según los pe­riódicos. ¡Ay de mí! Creí llegar muy a buen tiempo y he ahí que me encuentro poblada de fieles la sagrada nave. Gentes de todos lugares, y principalmente peregrinos de España, Portugal y Amé­rica, habían madrugado para ir a colocarse lo más cerca posible del orador religioso. Luché, forcejeé; por fin logró colocarme victoriosamente. Grandes cirios ardían en los altares. El altar mayor resplandecía de oro y de luz, con sus soberbias columnas salomónicas. Toda la inmensa basílica estaba llena de un esplen­doroso triunfo. De cuando en cuando potentes y profundos esta­llidos de órgano hacían vibrar de harmonía el ambiente oloroso a incienso. El gran pulpito se levantaba soberbio y monumental, aguardando el momento de que en él resonase la palabra del sacerdote. Pasó el tiempo.
Como un leve murmullo se esparció entre todos los fieles, cuando llegó el ansiado instante. Apareció el agustino, calada la capucha, con los brazos cruzados. De su cintura ceñida, al extremo de un rosario de gruesas cuentas colgaba un santocristo de hierro. Arrodillóse enfrente del altar y permaneció como un mi­nuto en oración. Después, despacioso, grave, solemne, subió las gradas de la cátedra. Descubrió su cabeza, cabeza grande, con una bruñida calva de marfil, entre un cerquillo de cabellos canos. Era el fraile de talla más baja que alta, de ojos grandes y relam­pagueantes. Al pasar, vi su frente un tanto arrugada, y en su afeitado rostro las huellas del más riguroso ascetismo. Alzó la mirada a lo alto. Sobre su frente la paloma mística extendía sus alas. Diríase que el Santo Espíritu inspirador, el que envió a los apóstoles al celeste fuego, se cernía en el augusto y sacro recinto; que la lengua del fraile recibía en su anhelo de suprema purifi­cación una hostia paradisíaca, en que le infundía el don de elo­cuencia y fortaleza el divino Paráclito. Fray Pablo de la Anuncia­ción –así el nombre– comenzó a hablar.
Dijo las palabras latinas con voz apagada. Después, después no podéis imaginaros nada igual. Pensad en un himno colosal cuya primera soberana harmonía comenzase con el fiat del Gé­nesis y acabase con el sublime espanto del Apocalipsis; y apenas os acercaréis a lo que de aquella boca brotó conmoviendo y asom­brando. Eran Moisés y su pueblo delante del Sinaí; era la pala­bra de Jehová en el más imponente de los levíticos; era el es­truendo vasto de los escuadrones bíblicos; las visiones de los pro­fetas ancianos y las arengas de los jóvenes formidables; eran Saúl endemoniado y el lírico David calmándole a son de harpa; Absalón y su cabellera; los reyes todos y sus triunfos y pompas; y tras el pasmo de las Crónicas, el Dolor en el estercolero, Job el geme­bundo. Después el salmo florido o terrible pasaba junto al pro­verbio sabio, y el cántico luego, todo manzana y rosa y mirra, de donde hizo volar el orador una bandada de palomas. ¡Truenos fueron con los profetas! Terriblemente visionario con Isaías, con Jeremías lloró; le poseyó el “deus” de Ezequiel; Daniel le dio su fuerza; Oseas su símbolo amargo; Anión, el pastor de Tecua, su amenaza; Sofonías su clamor violento; Aggeo su advertencia, Zacarías su sueño y Malaquías sus “cargas” isaiáticas. Mas nada como cuando apareció la figura de Jesús, el Cristo, brillando con su poesía dulce y altísima sobre toda la antigua grandeza bíblica. La palabra de fray Pablo modulaba, cantaba, vibraba, confun­día, armonizaba, volaba, subía, descendía, petrificaba, deleitaba, acariciaba, anonadaba, y en espiral incomparable, se remontaba, kalofónica y extrahumana, hasta la cúpula en donde los clarines de plata saludan al Vicario de Cristo en las excelsas victorias pontificales. Mateo surgió a nuestra vista; Marcos se nos apare­ció; Lucas hablónos del Maestro; el “predilecto” nos poseyó; y después que el gran San Pablo nos hizo temblar con su invenci­ble prestigio, fue Juan el que nos condujo a su Patmos aterrador y visionario; Juan, por la lengua de aquel religioso sublime, ¡el primero de cuantos han predicado la religión del Mártir de Judea que padeció bajo el imperio de Augusto! Rayo de unción fue la frase cuando pintó los hechos de los mártires, las vidas legen­darias de los anacoretas; las cavernas de los hombres pálidos cuyos pies lamía la lengua de los leones del desierto; Pablo el ermitaño, Jerónimo, Pacomio, Hilarión, Antonio; y los mil pre­dicadores y los innumerables cristianos que murieron en las ho­gueras de los paganos crueles; y entre ellos, como lises cándidos de candidez celeste e intacta, las blancas vírgenes, cuya carne de nieve consumían las llamas o despedazaban las fieras, y cuya sangre regada en el circo fertilizaba los rosales angélicos en donde florecen las estrellas del Paraíso. El orador acabó su sermón: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros”. Amén.
Al salir, todavía sintiendo en mí la mágica influencia de aquel grandioso fraile, pregunté a un periodista francés, que había ido a la iglesia a tomar apuntes:
–¿Quién es ese prodigio? ¿De dónde viene este admirable chrysóstomo?
–Como debéis saber, hoy ha predicado su primer sermón –me dijo–. Tiene cerca de setenta años. Es español. Se llama fray Pablo de la Anunciación. Es uno de los genios del siglo pasado. En el mundo se llamaba Emilio Castelar.
Publicado originalmente en el periódico Heraldo de Costa Rica.
San José, 8 de mayo de 1892.
Vol., 1. Numero 91. Página 2.