OSCAR WILDE UN VERDADERO GRAN POETA

Por: Rubén Darío
Diciembre 8, 1900
Hay un cuento de Tolstoi en que se habla de un perro muerto encontrado en una calle. Los transeúntes se detienen y cada cual hace su observación ante los restos del pobre animal. Uno dice que era un perro sarnoso y que está muy bien que haya reventado; otro supone que haya tenido rabia y que ha sido útil y justo matarlo a palos; otro dice que esa inmundicia es horrible; otro, que apesta; otro, que esa cosa odiosa e infecta debe llevarse pronto al muladar. Ante ese pellejo hinchado y hediondo, se alza de pronto una voz que exclama: «Sus dientes son más blancos que las más finas perlas». Entonces se pensó: Este no debe ser otro que Jesús de Nazareth, porque sólo él podría encontrar en esa fétida carroña algo que alabar. En efecto, era esa la voz de la suprema Piedad.
Un hombre acaba de morir, un verdadero grande poeta, que pasó los últimos años de su existencia, cortada de repente, en el dolor, en la afrenta, y que ha querido irse del mundo al estar a las puertas de la miseria. Este hombre, este poeta, dotado de maravillosos dones de arte, ha tenido en su corta vida sobre la tierra los mayores triunfos que un artista pueda desear, y las más horribles desgracias que un espíritu puede resistir. Inglaterra y los Estados Unidos le vieron victorioso, ganando enormes cantidades con sus escritos y piezas teatrales ; la fashion fue suya durante un tiempo ; el renombre y la posición de que hoy disfruta Rudyard Kipling son tan solo comparables a la posición y al renombre que aquél tuvo en todo el english speaking world: las damas llevaban en sus trajes sus colores preferidos, los jóvenes poetas seguían sus prosas y sus versos; la aristocracia se encantaba con su presencia en los más elegantes salones; en Londres salía a dar una conferencia, en un teatro, con un cigarrillo encendido, y eso se encontraba de un gusto supremo; y en París comía en casa de la princesa de Polignac y eran sus amigos Anatole France, Marcel Schwob, y otros admiradores de su literatura.
Era, pues, ese poeta, dueño de la camisa del hombre feliz. Salud completa, mucha fama, y el porvenir en el bolsillo.
Pero no se puede jugar con las palabras y menos con los actos. Los arranques, las paradojas, son como puñales de juglar. Muy brillantes, muy asombrosos en manos del que los maneja, pero tienen punta y filos que pueden herir y dar la muerte. El desventurado Wilde cayó desde muy alto por haber querido abusar de la sonrisa. La proclamación y alabanza de cosas tenidas por infames, el brummelismo exagerado, el querer a toda costa épater les bourgeois —¡y qué bourgeois, los de la incomparable Albión!—, el tomar las ideas primordiales como asunto comediable, el salirse del mundo en que se vive rozando ásperamente a ese mismo mundo que no perdonará ni la ofensa ni la burla, el confundir la nobleza del arte con la parada caprichosa, a pesar de un inmenso talento, a pesar de un temperamento exquisito, a pesar de todas las ventajas de su buena suerte, le hizo bajar hasta la vergüenza, hasta la cárcel, hasta la miseria, hasta la muerte. Y él no comprendió sino muy tarde que los dones sagrados de lo invisible son depósitos que hay que saber guardar, fortunas que hay que saber emplear, altas misiones que hay que saber cumplir.
Luego vino el escándalo de un proceso célebre, que empezó con muchas risas y acabó con mucho crujir de dientes, en un suplicio inquisitorial que no hacía por cierto honor al sistema penitenciario inglés, a que conmovió a todos los hombres de buen corazón y principalmente a los artistas.
¡Y luego vino algo peor! La cobardía de sus amigos y colegas, que olvidando toda piedad, se alejaron en absoluto de él, como de un leproso, no le llevaron ningún consuelo a sus negras horas de prisión, de horrible prisión, a donde tan solamente le veían en días excepcionales su mujer, sus hijos y uno o dos compañeros caritativos. ¿En dónde estaban los que le pedían dinero prestado, los que se regodeaban en su yate Clair de lune, los que juraban por él en los días de éxitos y de rentas fabulosas, los que aplaudían sus excentricidades, sus boutades, sus disparates y sus locuras?
Se esfumaron, ante lo que llama Byron —otra víctima— con exceso de expresión: the degraded and hypocritical mas wich leavens the present english generation.
Este mártir de su propia excentricidad y de la honorable Inglaterra, aprendió duramente en el hard labour que la vida es seria, que la pose es peligrosa, que la literatura, por más que se suene, no puede separarse de la vida; que los tiempos cambian, que Grecia antigua no es la Gran Bretaña moderna, que las psicopatías se tratan en las clínicas; que las deformidades, que las cosas monstruosas, deben huir de la luz, deben tener el pudor del sol; y que a la sociedad, mientras no venga una revolución de todos los diablos que la destruya o que la de vuelta como un guante, hay que tenerle, ya que no respeto, siquiera temor: porque si no, la sociedad sacude; pone la mano al cuello, aprieta, ahoga, aplasta. El burgués, a quien queréis épater, tiene rudezas espantosas y refinamientos crueles de venganza. Desdeñando el consejo de la cábala, ese triste Wilde jugó al fantasma y llegó a serlo; y el cigarrillo perfumado que tenía en sus labios las noches de conferencia, era ya el precursor de la estricnina que llevara a su boca en la postrera desesperación, cuando murió, el arbitrer elegantiarum, como un perro. Como un perro murió. Como un perro muerto estaba, en su cuarto de soledad, su miserable cadáver. En verdad sus versos y sus cuentos tienen el valor de las más finas perlas.
Cuando salió de la prisión, estaba en la mayor pobreza. Desde su condena, las librerías habían quitado de las vitrinas sus volúmenes, y los directores de teatro borraron de sus carteles el nombre del autor de A woman of no importance y de Lady Windermare’s fan. En Francia se conocía The portrait of Dorian Gray, cuya traducción publicó Savine, y Sarah Bernhardt iba a representar la Salomé de cabellos azules. Cuando para aminorar los sufrimientos del castigado, un grupo de artistas y escritores franceses dirigió un memorial a su graciosa majestad, el número de consecuentes estaba ya demasiado restricto. Cuando salió de la prisión y vino a vivir a Francia con un nombre balzaciano —Sébastien Melmoth—, apenas se relacionaba con uno que otro espíritu generoso; —entre los que no le volvieron la espalda, hay que señalar al noble poeta Moreas, a Ernest Lajeneusse. El Mercure publicó una traducción de la maravillosa Balada que escribiera en la cárcel, y en la cual puede adivinarse ya su próxima conversión al catolicismo. Ya en París, no publicó nada; y no se sabe si al morir deja algo inédito. Cuando sus hijos sean mayores de edad, será su principal obligación presentar al mundo dignamente la obra de su padre desgraciado e infamado. Junto a las purificaciones de la muerte están las purificaciones de la Piedad.
Una tarde, en el bar Calisaya del bulevar de los italianos, estábamos reunidos unos cuantos escritores y hombres de prensa, entre los cuales Henry de Brouchard, el vizconde de Croze y Ernest Lajeneusse, cuando llegó a sentarse al lado de este mi distinguido amigo un hombre de aspecto abacial, un poco obeso, con aire de perfecta distinción y cuyo acento revelaba en seguida su origen inglés. En la conversación su habilidad de decidor se marcaba de singular manera. Siempre trataba asuntos altos, ideas puras, cuestiones de belleza. Su vocabulario era pintoresco, fino y sutil. Parecía mentira que aquel gentleman absolutamente correcto fuese el predilecto de la ignominia y el revenant un infierno carcelario.
Su obra es de un mérito artístico eminente.
En el libro de Dorian Gray se ve la influencia del À rebours de Huysmans. Era la época de exasperación estética que en Londres tuviese tanta repercusión, cuando el pobre Wilde era quien imponía su elegancia y su extravagancia en la capital del cant y le vió Picadilly pasearse con un girasol en la mano. Patience, la opereta de Sullivan ponía en berlina la novación ruidosa, y el Lady Windermare’s fan se daba en los teatros ingleses por cientos de noches. En el Dorian Gray enfermizo, desgraciadamente, está ya la prisión y el inevitable suicidio. Mas su cerebración, es para sibaritas de ideología, según puede verse en este juicio del augusto Mallarmé que publicó el autor de Almas y cerebros: «J’achève le livre, un des seuls qui puissent émouvoir, vu que d’une rêverie essentielle et de parfums les plus étrangers et compliqués, est fait son ouvrage : redevenir poignant à travers l’inouï raffinement d’intellect, et humain en une pareille perverse atmosphère de beauté est un miracle que vous accomplissez, selon quel emploi de tous les arts de l’écrivain ! C’est le portrait qui a été cause de tout. Ce tableau en pied, inquiétant, d’un Dorian Gray hantera, mais écrit, étant livre lui-même».
Intentions, —que fue un gran éxito para Tauchnitz— es un drageoir aux épices y una complicación de deliciosas paradojas. La erudición elegante y alusiva no es menos que la habilidad verbal y el juego de pensamientos. Hay que ver ese Decay of lying en que se hace el más sutil elogio de la mentira, o Pen, Pensil and Poison, o cualquiera de los diálogos que componen el volumen) en los cuales Alcibíades le corta a cada instante la cola a su perro.
A mi entender lo preferible en la obra de ese poeta maldito, de ese admirable infeliz, son sus poemas, poemas en verso y poemas en prosa, en los cuales la estética inglesa cuenta muy ricas joyas. Os aseguro que el Cristo que suele aparecer en ellos, sin nombre —¡El! — es de una visible y pacífica divinidad, y en su presencia no tendríais, sino que reconocer la blancura margarítica de los dientes del perro muerto…
Y de la carroña fétida, cuando venga la primavera de Dios, en la purificación de la Tierra, nacerá, como dicen los versos del condenado en vida, «la rosa blanca, más blanca, y la rosa roja, más roja».
Y el alma, purificada por la Piedad, se verá libre de la Ignominia.
 
Titulo oginal:Purificaciones de la piedad
Del libro Peregrinaciones
Rubén Darío
Diciembre 8 de 1900.