Dr. Bernat Castany Prado
Universidad de Barcelona
bcastany@ub.edu
No es la primera vez que se conecta la obra de Rubén Darío con la puerofilia o idealización de la infancia, que entendemos como una tradición filosófico-literaria, que suele aparecer en épocas de crisis, y que considera que el niño es un ser más perfecto que el adulto, por considerarlo más cercano a la naturalidad, la felicidad o la autenticidad.1
Dicha conexión ha sido estudiada, desde un punto de vista fundamentalmente temático, por críticos como Carmen Bravo-Villasante (1967: 529-535), Italo Tedesco (1998: 241-256) o Ana Garralón (2015: 4-13). Algunos estudios, como los de Victor Manuel Ramos (2008: s/n) o Rowny Mesías Pulgar Noboa (2014), han ido más allá, hasta ver en Rubén Darío un escritor a tiempo parcial de literatura infantil. Aunque no sea éste el tema de nuestro trabajo vale la pena tener en cuenta la intuición en la que se basan dichos estudios. Esto es, que la literatura infantil puede definirse de tres modos: en primer lugar, aquellas obras que fueron escritas directamente por niños; en segundo lugar, aquellas obras que fueron escritas pensando en los adultos, pero que el público infantil –cuando no los editores o pedagogos- hicieron suyas; y, en tercer lugar, aquellas obras que fueron escritas pensando en los niños como lector principal (cf.: Mario Rey, 2004: 3-30).
Lo cierto es que varias de las obras de Darío se amoldan, en mayor o menor medida, a alguna de estas tres definiciones. En primer lugar, tal y como él mismo nos informa en su Autobiografía, Darío fue conocido como “el poeta niño” (1990: 15). Cabe señalar que la poesía escrita por Darío desde los 13 a los 19 años, recogida en buena medida en las Obras completas que Méndez Plancarte realizó para la editorial Aguilar, representa “casi una tercera parte de su obra poética” (Ramos, 2008: s/n).
En segundo lugar, muchas de las obras de Darío, a pesar de no haber sido escritas para ser leídas por niños, fueron asimiladas por el público infantil, como es el caso, entre otras, de “Ananké” (Azul, 1888), “Sonatina” (Prosas profanas, 1896-1901), “Marcha triunfal” (Cantos de vida y esperanza, 1905) o “Los motivos del lobo” (Canto a La Argentina y otros poemas, 1914). A estos poemas se le añaden numerosos cuentos escritos con un tono “deliberadamente ingenuo” (Gullón, 1986: 30), y que, como señala Garralón al hablar de los que fueron incluidos en Azul (1888), “podrían ser leídos por los niños, pues predomina el lirismo en la narración, la fantasía y un gusto por la ornamentación que los hace aptos para lectores imaginativos.” (2015: 8) No es extraño, pues, que cuentos como “La muerte de la emperatriz de la China” o “El velo de la reina Mab”, “El pájaro azul”, “El nacimiento de la col” (La Tribuna, Buenos Aires, 1893) o “Las pérdidas de Juan Bueno” (El Heraldo, Costa Rica, 1892), hayan pasado a convertirse en lecturas habituales entre el público infantil.
Cabe tener en cuenta, sin embargo, que esta apropiación de algunas de las composiciones darianas por parte del público infantil no ha sido siempre tan espontánea como se quiere creer, ni, aún más, ha sido siempre realizada por el propio público infantil, sino, antes bien, por padres, maestros e, incluso, políticos, como sería el caso de aquellas composiciones de carácter patriótico o cívico. Tal sería el ejemplo de “Ecos del alma”, “Soneto cívico”, “La caridad” o “Los liberales”, que, según nos informa Ramos, “son composiciones muy difundidas en los libros de lectura de los niños centroamericanos”. (2008: s/n)
En tercer y último lugar, Darío compuso algunas obras pensando directamente en niños, siguiendo “una forma galante de dedicatoria, en aquel tiempo en que era costumbre escribir en los álbumes y en los abanicos.” (Bravo-Villasante, 1967: 533) Tal sería el caso entre muchos otros del célebre poema A Margarita Debayle dedicado a la hija de su amigo, el doctor Debayle o del “Pequeño poema infantil” (Obra dispersa, 1914), dedicado a la niña Carmencita Calderón Gomar.
No nos interesa aquí enzarzarnos en el debate de si el amoldamiento de la obra dariana a estas tres definiciones de “literatura infantil” justifica considerarlo, al menos en parte, un escritor de literatura infantil. Por el momento nos basta constatar que si dicho debate existe es porque las afinidades entre la obra de Darío y el imaginario infantil son realmente abundantes.
Cabe preguntarse, pues, por las causas de dichas afinidades. Distinguiremos, de forma analítica, entre causas biográficas, causas literarias y causas contextuales. En lo que respecta a las causas biográficas, podemos comenzar recordando que Rubén Darío dedicó los once primeros capítulos de su Autobiografía a narrar algunas de sus vivencias infantiles más importantes. Lo cierto es que en dichos capítulos nos encontramos con que muchos de los temas e intereses fundamentales del Darío adulto se hallan ya presentes en su infancia.
Tal sería el caso de su obsesión por París2; del erotismo trascendente, desde esa “lejana prima, rubia, bastante bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas”, que fue “quien despertara en mí los primeros deseos sensuales” (1990: IV, 9), hasta la saltimbanqui norteamericana Hortensia Buislay, que despertó “una erótica llama” (VII, 14); o de su interés por los relatos fantásticos, que practicó de manera bastante asidua, como, por ejemplo, “El caso de la señorita Amelia”. Relatos que nos recuerdan a los “cuentos de ánimas en pena y aparecidos”, que el propio Darío escuchó de niño de boca de dos sirvientes que habitaban en la casa –La Serapia y el indio Goyo-, así como a las historias “de un fraile sin cabeza, de una mano peluda que perseguía como una araña”, que le contaba su tía abuela (Darío, 1990: 6).
Cabe añadir también el retrato, bastante idealizado, que Rubén Darío realiza de su infancia. En el capítulo II de su Autobiografía, Darío nos cuenta que se educó en casa de su tía abuela materna, cuyo marido era un militar, el coronel Ramírez, que le hizo conocer “el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia” (II, 5); en una casa en la que los sirvientes le contaban historias de terror (II, 6), ubicada en una aldea a la que “llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones.” (II, 7) La infancia de Darío tiene sorprendentes semejanzas con la de García Márquez quien expandió en su obra maestra, Cien años de soledad, el universo de su infancia. Ciertamente, el proyecto literario de Darío es diferente al de Márquez, si bien me atrevería a decir que el modernismo tiene algo de recuperación, cuando no de mantenimiento, de ese mismo mundo infantil. Véase, por ejemplo, el poema “Allá lejos”, incluido en Cantos de vida y esperanza, donde se evoca una niñez armoniosa “en la hacienda fecunda, plena de la armonía / del trópico (…) cuando era mi existencia toda blanca y rosada” (OC: 632, vv, 3,4, y9)
En su Autobiografía, Darío también nos informa de sus lecturas infancia. En primer, lugar, esos “cuentos pintados para niños” que le hizo conocer su tío abuelo son los famosos Cuentos pintados (1867) de Rafael Pombo, quien también escribió unos Cuentos morales para niños formales (1869). Cabe señalar que Rafael Pombo había traducido cuentos y poemas infantiles ingleses, pertenecientes al género de las nursery rhymes, para la editorial Appleton, una actividad en la que habría aprendido la rima desenfadada, el nonsense, el sentimiento lúdico y el juego irónico con la moraleja (cf.: Garralón, 2015: 5). Este hecho es importante, de un lado, porque supondría una influencia oculta de la literatura inglesa en la literatura latinoamericana y, por otro lado, porque, como veremos, desconecta la literatura infantil del mero moralismo, para acercarlo al juego rítmico, formal y musical, no tan alejado en sus resultados del formalismo parnasiano y de la musicalidad simbolista.
Entre esas lecturas de infancia también se encuentran las Mil y una noches noches (IV, 8),3 que llegarán a convertirse en un motivo literario esencial en la obra de Darío, como prueba el hecho de que prodigase “el adjetivo ‘miliunanochesco’, neologismo de su invención” (Bravo-Villasante, 1967: 530), así como el estilo e imaginario propios de dicha obra, en poemas como “Sonatina” o “Pequeño poema infantil”, y cuentos como “Un cuento para Jeanette” o “La muerte de la emperatriz de la China”. Según Bravo-Villasante, “en Las mil y una noches estaban todos los elementos caros a los poetas modernistas: fantasía sin límites, exotismo, belleza de gema, aristocratismo, y la extrañeza de lo fabuloso: cuento de hadas y de genios, maleficio y hechizo.” (Bravo-Villasante, 1967: 531).
Por otra parte, el hecho de que “desde niño se me infundió una gran religiosidad, que llegaba a veces hasta la superstición” y el de que frecuentase “la casa de los Padres Jesuitas, en la iglesia de la Recolección” (VI, 11) nos hacen suponer que leyó, no sólo la Biblia, sino también todo tipo de hagiografías, que, durante mucho tiempo fueron objeto de lectura –adaptada o no- infantil. Dicha huella podría rastrearse en composiciones de tema hagiográfico y tono infantil, como los poemas “La rosa niña” y “Los motivos del lobo” o los relatos “Cuento de Nochebuena” y “La leyenda de San Martín”.4
Aunque Rubén Darío no haga referencia a este tipo de cuentos en su Autobiografía, es de imaginar que en su infancia escuchó cuentos populares y de hadas, cuyos esquemas principales repetirá luego en relatos como “Este es el cuento de la sonrisa de la princesa Diamantina”, donde recrea el tópico de la princesa que debe escoger un marido entre varios pretendientes. (Bravo-Villasante, 1967: 532)
Un último elemento interesante que aparece en los once capítulos de la Autobiografía de Rubén Darío es la lista de lecturas de infancia que aparece en el capítulo IV: “En un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las Mil y una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame Steel, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo que autor, La Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño.” (1990: IV, 8) Este pasaje es interesante por dos razones. En primer lugar, porque podemos constatar que, en sus lecturas de infancia, aparece prefigurada ya buena parte de los elementos que configurarán su imaginario adulto, como son, por ejemplo, el mundo grecolatino, los clásicos hispánicos, la literatura fantástica y literatura de terror. En segundo lugar, porque no sólo anuncia esos ingredientes, sino también el modo en cómo se combinan, ya que esa erudición infantil es de corte heteróclito, cosmopolita, des jerarquizado y lúdico.5
Pero la infancia no muere con el paso a la vida adulta, sino que perdura bajo numerosas formas, que van desde el recuerdo a la resistencia. Por ello no sólo nos interesan las vivencias infantiles de Darío, sino también hechos posteriores como, por ejemplo, su viaje a Chile, a finales de 1886. En primer lugar, Chile es el lugar en el que Rubén Darío tiene que madurar. En aquel país ya no será el “niño prodigio” (II, 5) admirado en el seno familiar, ni el “poeta niño” (VII, 15) celebrado en los países centroamericanos, sino un “inexperto adolescente” (XIV, 31), que se verá obligado a trabajar –auténtica caída- en periódicos como El Heraldo, de Valparaíso, un diario “completamente comercial y político” de donde fue despedido “por escribir bien” (cit. en Martínez, 1998: 27). El testimonio de su amigo Eduardo Poirier nos presenta a un joven que tiene dificultades para asimilar las responsabilidades de la vida adulta, como por ejemplo madrugar: “Y lo difícil para mí era despertarlo por las mañanas, para que llegase con puntualidad a su empleo, después de haberse llevado casi toda la noche leyendo” (cit. en Silva Castro, 1966: 187).
Coincido con Martínez en que ese “joven hipersensible, tímido, enfermo a menudo, hipocondriaco en esas fechas, añorando intensamente su tierra natal, sin residencia ni empleo fijos” (1998: 57) buscará “un modo de escribir considerado por él como signo de identidad personal frente a un mundo hostil” (23). Ese modo de escribir debía reflejar de algún modo su rechazo al mundo adulto y su enroscamiento en el mundo de la infancia, tal y como sugiere el mismo Darío en las “Palabras Liminares” que abren Prosas profanas: “veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles; ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer” (OC: 510).
No creo, sin embargo, que se trate exclusivamente de una crisis personal. Ciertamente, en Chile coincidirá su primera crisis de maduración con su primera toma de contacto con una incipiente modernidad global y capitalista que no había tenido la oportunidad de conocer en Nicaragua. Dicha coincidencia entre la biografía individual y la coyuntura histórica seguramente le permitió expresar con mayor autenticidad y pasión una inquietud generalizada. Todavía en Chile, Darío acusará ese choque entre la poesía –que asociará a la infancia- y la prosa –que, siguiendo a Hegel, asociará al mundo burgués-: “Las musas se van porque vinieron las máquinas y apagan el eco de las liras” (Darío, El Mercurio, 26 de julio de 1987, cit. en 1934: 11-17).
Cabe añadir que no sólo Darío, en particular, y los artistas, en general, mostraron un rechazo frente a la falsa madurez de la sociedad burguesa, sino que esa misma sociedad pasó a tratar al arte como una mera mercancía y, a la vez, a considerar a los artistas como unos seres inmaduros e infantiles. Ciertamente, todo este proceso ya había tenido lugar en Europa y los Estados Unidos a principios y mediados del siglo XIX, lo que explicaría el interés por la infancia en autores como Chateaubriand, Dickens, Poe o Twain, mientras que no se produjo en América Latina hasta finales del siglo XIX, tal y como apuntó Octavio Paz, con felicidad, al afirmar que el modernismo es el primer romanticismo de América Latina.
Nos encontramos, pues, ante lo que podríamos llamar un “arielismo infantilista”, en el sentido de que el mundo de la infancia (y no sólo América Latina), va a empezar a verse como una reserva espiritual frente al economicismo y el pragmatismo del mundo adulto (y no sólo de los Estados Unidos). Desde este punto de vista, cuando Darío exclama, 7 en “El rey burgués”, “¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos sobre las íes” (1995: 129-130), podemos escuchar también la voz de un niño resistiéndose a vestir, hablar y pensar como los adultos.
Antes de pasar a considerar las razones literarias que pudieron hacer que Darío se interesase por el mundo de la infancia, cabe recordar que éste, siguiendo la costumbre de escribir en los álbumes y abanicos de mujeres y niñas, dedicó varias obras a niñas, lo cual le llevó a adoptar, al menos en ese conjunto de obras, un tono y un imaginario de corte infantil. Todo ello no dejaría de ser una anécdota si no apuntase a un hecho más general, como es la aparición de “un público femenino originado o consolidado al amparo de la prosperidad chilena” (Martínez, 1998: 30), de cuya importancia fue muy consciente Rubén Darío (29-32)
Veamos, a continuación, algunas de las razones literarias que pudieron hacer que Rubén Darío se interesase por el mundo de la infancia. Constatemos, en primer lugar, que el mismo Darío parece haber sido consciente de que las formas infantiles armonizaban especialmente bien con su proyecto literario. En Historias de mis libros, Darío afirmará, a propósito de “El velo de la reina Mab”, que en dicho relato “mi imaginación encontró asunto apropiado.” (Darío, 1986: 203) Según Carmen Bravo-Villasante, Darío “hallaba en los cuentos antiguos de niños tanta cosa común con su credo artístico, que más de una vez aprovechaba el material que ésos le ofrecían para la creación literaria de adultos.” (Bravo-Villasante, 1967: 531) Por su parte, Bourhan El Din (2013: 201-221) estudiará la figura de la reina Mab, en particular, y de las hadas, en general,6 como “personificación del ideal dariano”, por ser “criaturas mágicas y exquisitas y sus vidas están dedicadas al placer y a belleza” (202).
Pasemos a ver, a continuación, con mayor detenimiento, cuáles son esas coincidencias entre el mundo de la infancia y el ideal dariano. Nos centraremos en seis aspectos característicos de la mentalidad infantil, en general, y de la literatura infantil, en particular, para estudiar sus coincidencias con algunos de los rasgos principales de la escritura dariana: el gusto de los niños por el aspecto meramente fonético del lenguaje y la experimentación lúdica con el lenguaje; el placer que encuentran en las analogías sorprendentes e inesperadas; la libertad creadora; un cierto aristocratismo infantil; un cosmopolitismo infantil; y un panerotismo trascendente.
En primer lugar, los niños, de forma mucho más generalizada que la literatura escrita para los niños, disfrutan notando y manipulando la materialidad fonética del lenguaje. La infancia está repleta de juegos lingüísticos consistentes en repetir las palabras hasta que éstas pierden su sentido, descomponerlas y recomponerlas como si se tratase de un juego de montaje y desmontaje, inventar nuevas palabras o sorprenderse ante la mera sonoridad de una nueva palabra, cuando no de rimas, ritmos y melodizaciones de todo tipo.
No es extraño que en el mismo fragmento de Historia de mis libros en el que Darío afirmaba que, en “El velo de la reina Mab” su imaginación encontró “asunto apropiado”, no se centre tanto en el imaginario de los cuentos de hadas como en el hecho de que intentó “por primera vez el poema en prosa”, persiguiendo “el ritmo y la sonoridad verbales, la transposición musical” (Darío, 1986: 203).
Según afirma Paul Hazard, en Los libros, los niños y los hombres, buena parte de los poemas infantiles “no son más que música, vocales cantarinas, sonidos que se repiten, simples cadencias muy marcadas, rimas llenas y sonoras… Poseen una armonía a un tiempo rara, burlona y tierna. El sentido tiene en ellas menos importancia que el sonido”. (1964: 134-141) Tal sería el caso, por ejemplo, de las rimas de Rafael Pombo, que, como dijimos, habían adaptado al español el gusto por las rimas estrambóticas y las jitanjáforas propias de la tradición británica de las nursery rhymes y del nonsense, y que sabemos que Darío leyó de pequeño. Algo semejante sucederá en los cuentos infantilistas o naifs de Rubén Darío, donde “la palabra y la forma no están supeditadas al tema” (Gullón, 1986: 30), sino que forman “un lenguaje dentro del lenguaje, un lenguaje personal, tejido con las palabras de todos, pero obediente a un ritmo propio, a una ley interior.” (21)
También vemos en las obras de Darío este gusto pseudo-infantil por la mera materialidad del lenguaje en la incorporación de palabras extranjeras o nuevas, “inventadas o florecidas por el puro deleite de utilizarlas y de hacerlas sonar en un contexto resplandeciente.” (Gullón, 1986: 22) Si hiciésemos una fenomenología de la infancia, como la hace Mark Twain en algunas páginas de su admirable Huckleberry Finn (1885),7 nos encontraríamos con que las palabras difíciles del habla de los adultos les suenan a los niños exactamente igual que le suenan al primer lector de los poemas de Darío las palabras “hipsipila”, “liróforo”, “nelumbos”, “propíleos” o “canéforas”.
Añadamos a todo esto que buena parte de los recursos lingüísticos por los que apostó Darío en su obra para revitalizar la lengua son muy semejantes a todos aquellos recursos con los que juega la literatura infantil: la repetición, la rima, la aliteración, las sinestesias, los neologismos, la violentación de la sintaxis, las hipálages o el vocabulario metafórico. Acabemos señalando que esta capacidad del público infantil para disfrutar del aspecto meramente formal del lenguaje no es ajena al lema parnasiano del “arte por el arte”
En segundo lugar, la literatura infantil suele escenificar una absoluta libertad creadora, tanto desde el punto de vista formal –se violentan las fronteras entre las formas métricas, los géneros e, incluso, las artes-; como conceptual –se violentan las convenciones tópicos, costumbres e, incluso las reglas lógicas: “mi barba tiene tres pelos”, “vamos a contar mentiras”, “el patio de mi casa es particular / cuando llueve se moja / como los demás”-. Teniendo en cuenta que el ideal estético de Rubén Darío incluía la libertad creadora, es normal que éste viese en la infancia la personificación del poeta y aprovechase muchas de sus prácticas para llevar a cabo su propia revolución poética.
En tercer lugar, la poesía infantil está estrechamente relacionada con el simbolismo, que, como sabemos, es uno de los principales afluentes literarios que influyeron en Darío, en particular, y en el modernismo, en general. Para empezar, Rimbaud también fue un “poeta niño” que se negó a crecer, tal y como muestra su correspondencia con su madre, y abandonó la poesía para vivir de forma más directa las fantasías infantiles del viaje y la aventura. Asimismo, muchos de sus poemas hacen referencia directa a la niñez, como, por ejemplo, “Voyelles”, un poema en el que evoca los cubos de letras de colores con los que aprendió a leer, y que nos recuerda a un pasaje de la Autobiografía de Darío, en el que éste evoca cómo doña Jacoba Tellería “me enseñó el alfabeto”, estimulando “mi aplicación con sabrosos pestiños, bizcotelas y alfajores” (1990: III, 9). Otro poema célebre de Rimbaud es “El poeta de siete años”, donde el niño es presentado como un ser predispuesto a la melancolía metafísica, y que nos recuerda, nuevamente, a un pasaje de la Autobiografía de Darío, en el que éste narra cómo, en su niñez: “[me] apartaba frecuentemente de los regocijos y me iba, solitario, con mi carácter ya triste y meditabundo desde entonces, a mirar cosas en el cielo, en el mar.” (1990: V, 12) También Baudelaire tuvo un carácter infantil y buena parte de su obra se basa en la resistencia a la maduración.
Más allá de esta puerofilia, o idealización de la infancia, común al simbolismo y al modernismo, nos encontramos con que los niños, en general, y -en algunos casos- la literatura infantil, en particular, tienen una percepción del mundo de corte mágico, no muy diferente a la “analogía universal” que tematizaban los simbolistas.8 A todo ello se le añade el hecho de que el gusto que los niños sienten por la musicalidad del lenguaje los acerca también al ideal de “armonía verbal” e, incluso, de vaguedad expresiva, tan propia del simbolismo.
En cuarto lugar, existe un cierto aristocratismo infantil en el culto que los niños rinden a los héroes. Ciertamente, el héroe, tal y como lo representa Joseph Campbell en El viaje del héroe, es uno de los arquetipos fundamentales de la literatura infantil y juvenil, buena parte de la cual sueña con emprender un viaje iniciático, lleno de pruebas físicas y místicas, del cual ha de regresar imbuido de una sabiduría más profunda, que, en el siglo XIX, va a representarse como la antítesis de la “sabiduría” del mundo adulto, asociada a la sociedad moderna burguesa, desencantada, pragmática y roma. (cf.: Hanán, 2013) En ocasiones, este culto a la heroicidad infantil deriva en la idea de que los adultos oprimen a los niños, tal y como sugiere Paul Hazard en el “Libro primero” de Los niños, los niños y los hombres, titulado “De cómo los hombres han oprimido largo tiempo a los niños.” (1964: 9) Este aristocratismo infantil coincide con el de los modernistas, que tienden a considerarse una élite estética y existencial que rechaza la vulgaridad del mundo burgués y adulto. Evidentemente, el héroe modernista puede adoptar muchas caras, como el niño, el raro (Los raros, 1896) o, simplemente, el poeta (“El pájaro azul”, “El rey burgués”).
En quinto lugar, antes de que sean reducidos por el nacionalismo de los adultos, los niños son cosmopolitas, tanto en un sentido etimológico, que apunta al hecho de que se sienten habitantes del cosmos, en su totalidad, como en un sentido estricto, en el sentido de que se interesan por todo el planeta, en general, siendo las diferencias entre los diferentes continentes y países más un aliciente que un problema. Dice Paul Hazard, en Los libros, los niños y los hombres: “En mi juventud –lo recuerdo muy bien- tuve visiones de toda la Tierra.” (1964: 239) Este cosmopolitismo ingenuo explica que la primera literatura posnacional moderna haya tenido un público eminentemente infantil y juvenil, como fue el caso de Julio Verne o Emilio Salgari. No es improbable que este cosmopolitismo infantil se viese reforzado, a finales del siglo XIX y principios del XX, por la aparición de un mercado globalizado de recuerdos, juguetes y objetos extraños, que no sólo decoraban las cómodas de las casas burguesas, sino que también conformaban los heteróclitos tesoros que los niños guardaban bajo sus camas. También el modernismo mantiene una actitud abierta hacia el mundo, incluyendo en sus poemas, como si fuese la caja de secretos de un niño, todo tipo de objetos extraños, que, ya sea de forma individual o mezclada, producen placer por su capacidad evocativa, cuando no por su mera extrañeza.
En sexto lugar, la infancia está conectada con un pan-erotismo en el que Rubén Darío halló las fuentes de su erotismo trascendente, que Gullón define certeramente como un erotismo que “no es sólo deseo, sino, más señaladamente, anhelo de trascendencia en el éxtasis.” (Gullón, 1986: 19) Ciertamente, tal y como como vimos más arriba, y como Pedro Salinas muestra brillantemente en su estudio sobre el erotismo en la obra de Darío (2005 [1948]), Darío remonta a su misma infancia las raíces de su erotismo trascendente. No es imposible que el interés de Sigmund Freud por hallar en la infancia las fuentes de la personalidad y de la patoplastia adulta, así como su tendencia a sexualizar al niño, que sería visto como un “polimorfo perverso”, influyesen en Darío.
Como hemos ido comprobando a lo largo de estas páginas no podemos reducir la puerofilia o idealización de la infancia a una cuestión biográfica, y, por lo tanto, individual, ya que muchos otros modernistas –cuando no simbolistas franceses (Rimbaud, Baudelaire), escritores ingleses (Dickens, Lewis Carroll, Rudyard Kipling, Chesterton) o escritores estadounidenses (Mark Twain, Edgar Allan Poe)- también practicaron algunas de las múltiples formas que puede adoptar en la puerofilia. Tal sería el caso de José Martí, que no sólo escribiría el Ismaelillo, un libro en el que exalta la infancia hasta el delirio, sino también los cuatro volúmenes del periódico infantil La Edad de Oro (cf.: Castany Prado, 2013: 33-51); el de Amado Nervo, cuyos Cantos Escolares se convertirán en un clásico de la literatura infantil hispanoamericana; Juana de Ibarbourou, que, tomando temas clásicos, escribió numerosas obras de teatro infantil; o Gabriela Mistral, que obtuvo el premio Nobel, en 1945, según el jurado, por la trascendencia de sus canciones de cuna (Garralón, 2015:
11), y que describiría “la poesía para niños” en unos términos que hubiesen servido perfectamente para definir la poesía modernista: “La poesía para niños debería ser arco iris, lenguaje que despierta en las sílabas asombrado de pájaros y soles, un transformador de la piedra en ave, de la sed en río, de la palabra en canto, “poesía que si no se canta, podría cantarse”.”(cit. en Puentes de Oyenard, 2001: 5) También es digno de mencionar, dentro del modernismo español, el caso de Juan Ramón Jiménez, autor de Platero y yo.
Para acabar, me gustaría señalar que la idealización de la infancia, y su conversión en arquetipo de resistencia frente a la modernidad burguesa, y luego capitalista y post-capitalista, no sólo se fue acentuando a lo largo de todo el siglo XX, ya sea en la obra de escritores hispanoamericanos
(Horacio Quiroga, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Bryce Echenique, Fernando Iwasaki), ya sea en la de escritores europeos o estadounidenses (Witold Gombrowitz, Bruno Schulz). Bruno Schulz caracterizará perfectamente esta tendencia a ver la infancia como una edad de oro individual a la que convendría regresar:
Me parece que el tipo de arte que me interesa es precisamente una regresión, es una infancia reintegrada. Si fuese posible llevar hacia atrás el desarrollo, alcanzar de nuevo la infancia por un camino tortuoso –poseerla otra vez, ilimitada-, sería hacer realidad la “época genial”, los “tiempos mesiánicos” que todas las mitologías nos han prometido y jurado. Mi ideal es “madurar” hacia la infancia. Ésta sería la verdadera madurez. (El libro de las letras, cit. en Schulz, 2008: 39).
Esta intuición es común, tal y como prueba quizás que Rilke afirmase que la infancia es “la verdadera patria del hombre”, dictum que también se atribuye a Baudelaire (“mi patria es mi infancia”) y a Saint-Exupéry (“la infancia es la patria de todos”). En todo caso, esta fantasía, tan generalizada, que hemos dado en llamar “puerofiila”, merece ser estudiada con mayor detenimiento en trabajos ulteriores, si bien espero haber avanzado aquí algunas de sus notas esenciales.
REFERENCIAS
1 En el libro The happy beast, el antropólogo George Boas desechó, por razones evidentes, el término “zoofilia”, y acuñó el neologismo “teriofilia”, para referirse a la corriente filosófico-literaria que tiende a idealizar los animales, basándose en la idea de que su existencia es más natural y feliz que la de los hombres (Boas, 1966: 2). Por razones análogas, nosotros evitaremos el término “paidofilia”, y propondremos el neologismo “puerofilia”, para referirnos a la corriente filosófico-literaria que tiende a idealizar a los niños, basándose en la convicción de que su existencia es más natural y feliz.
2 “Yo soñaba con París, desde niño. Al punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y sobre todo, era la capital del amor, el reino del Ensueño.” (Darío, 1990: XXXII, p. 69
3 Véase también el artículo “Parisina, Joi Paris”, donde Darío afirmará que la Mil y una noches fue “uno de los primeros libros que despertaron mi imaginación de niño” (cit. en Bravo-Villasante, 1967: 530
4 De mayor, Darío trató de regresar al catolicismo de su infancia (cf.: Martínez, 1998: 67).
5 Algo semejante puede afirmarse acerca de la obra de Jorge Luis Borges. En efecto, “en las numerosas ocasiones en las que Borges evoque su niñez lectora, nunca sugerirá que exista un salto cualitativo, sino sólo cuantitativo, entre el niño y el adulto en tanto lectores. Así, pues, también podemos atrevernos a afirmar (pues de eso se trata, precisamente) que existe una secuencia ininterrumpida entre “Alí Babá”, La isla del tesoro y los cuentos de Borges.” (Castany Prado, 2011: 91) Véase también el capítulo “Borges el hedónico”, incluido en Sin miedo a Borges, de David Viñas Piquer (2015: 37-50).
6 Dichas figuras no sólo aparecen en “El velo de la reina Mab”, sino también en los relatos “El linchamiento de Puck” y “El palacio del sol” o en los poemas “El ideal”, “Autumnal” (Azul), “Del campo”, “Cosas del Cid” (Prosas profanas), “Dream” (El canto errante) y “Pequeño poema infantil”.
7 Véase, por ejemplo, el primer capítulo de Huckleberry Finn, donde el célebre amigo de Tom Sawyer describe con tanta exactitud como incomprensión su proceso de “civilización” en casa de la señorita Watson
8 “Es verdad que si a los niños los dejasen solos con sus juegos, sin forzarlos, harían maravillas. Usted vio cómo empiezan a dibujar y a pintar; después los obligan a dibujar la manzana y el ranchito con el árbol y se acabó el pibe. Con la escritura es exactamente igual. Las primeras cosas que cuenta un niño o que le gusta que le cuenten, son pura poesía; el niño vive un mundo de metáforas, de aceptaciones, de permeabilidad.” (Julio Cortázar, Conversaciones con Cortázar
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