Carolina Luna (1964-2019)
Mérida, Yucatán, México
Cuentista, ensayista y periodista

IN MEMORIAM
por mis compañeros, diosecillos rabiosos en su momento

No más de treinta minutos para llegar a los recuerdos. No necesitó más que eso y un pequeño esfuerzo para surgir de la continuidad de los actos dirigidos por la rutina.
Sorprenderse en su propia ingenuidad le pareció risible. En realidad, esperaba encontrar todo como antes, aunque fuese en el orden externo. Pero no todo era como antes, es más, nada lo era.
El tiempo pasó como ráfaga para llevarse entre los pies sus recuerdos. Seguro se perdieron, confundidos entre otros que a ella no le pertenecen y ni siquiera conoce. Así, en su anonimato, como esencia misma del individuo, entran los recuerdos al espacio inevitable donde una vida no tiene valor y la muerte es sólo el principio.
Sus recuerdos no empezaron en el asfalto, camino a la playa: comenzaron en la casa. Bastó poner el pie en el primer peldaño para tener conciencia de haber llegado. Sólo entonces la brisa del mar se hizo presente, hasta ese momento la arena se materializó. Usar la llave fue un símbolo, símbolo de una madre anciana y dos hijos mayores. Nunca la usó sino hasta que el matrimonio vino, inevitable, a capacitarla para tal responsabilidad, despojándola, si bien no a ella de su madre, a su madre de ella. Después, de inmediato, el sabor de lo conocido.

Estos recuerdos no se perdieron, porque jamás lo fueron, siempre serán presentes. Sin embargo, busca otros con los dedos intentando penetrar la intimidad de las puertas de madera; descalza —el presente afuera, junto con los zapatos— pretendía lograr que del piso brotaran corcholatas, cartillas de lotería, conchitas masticables y, tal vez, un roce inesperado capaz de despertar alguna emoción recóndita; lo tomaría del suelo y lo volvería a hacer suyo de una manera u otra.

Con los ojos buscaba la cocina siempre bulliciosa, como si la comida, desde antiguo, estuviese unida a la alegría y al convivio: sus hermanitos tirando refresco en el suelo y la abuela dando gracias a Dios por el plástico. La madre despeinada y limpia, rompiendo leyes naturales al sacar ocho brazos de sólo dos. Y ella ahí, desganada, pensando en el malecón. Pero los dedos sólo encontraron madera; los pies, humedad, y los ojos, el silencio impuesto por las cucarachas. Estaba segura que defenderían su territorio a como diera lugar, creyéndose las dueñas absolutas mientras que sólo eran intrusas estorbosas.
Un piquete en el estómago bastó para que la ingenuidad la hiciera su víctima una vez más. Soltó el bolso y corrió pequeñas distancias abriendo puertas y ventanas. La estancia, que ella recordaba ser la sala provisional enarenada, se llenó de mar y sal. El polvo filtrado por la luz se movía repentinamente, como despertando de su encierro, su letargo intemporal. Y ella, en medio de toda esa resurrección.
Unos pasos hacia el frente, hasta la puerta de entrada con vista al mar, para sentarse allá mismo en el sueño, cruzar las piernas y acomodarse el vestido. Un solo acto.
La playa desierta, abandonada por lunadas y pelotas.
Ya no esperaba encontrar nada, nada era como antes, nada lo es luego de un minuto. Concluyendo que lo que buscaba sólo estuvo dentro de ella, echó la cabeza para atrás. De pronto, ahí, como viejo compañero, melancólico y tranquilo, el caracol roto.
Con miedo, algo de recelo tal vez, estiró la mano para recogerlo del suelo, debía acercarlo lentamente para no asustar ese sosiego mudo. Quiso que el desprendimiento de las telarañas fuese como una caricia. Se lo llevó al oído.
Su madre, cuando ella era pequeña, le acercó al oído el que sería su primer caracol. Agachada, le quitó el cabello que le cubría el rostro y, luego de mirarla de frente, le preguntó qué oía; ella contestó que un ruidito, y su madre le dijo que ese ruidito era el mar; que el caracol tenía el mar dentro.
Ese primer caracol se perdió en algún momento y no fue sustituido por ningún otro hasta la aparición del caracol roto. Oírlo en ese momento era, también, sentir el hombro de su madre bajo la palma de la mano, las yemas de sus dedos apartando los mechones de pelo revueltos por la brisa tal como ella debía, con sus propias yemas, hacerlo ahora.
Después, haciendo huevo en sus manos, lo miró tan descolorido como antaño —al menos algo era como antes. Siempre le dijeron que era feo, incluso ella no lo negaba: feo y roto. Pero desde que lo encontró en la playa, después de pisarlo y sentirlo, siempre lo tuvo consigo, siempre lo sintió. Era grande, y seguro más viejo que cualquiera y, más que nada, era suyo: nadie lo disputaba, ni siquiera sus hermanitos. En las tardes que le dejaban castigada por alguna tontería, acostumbraba sentarse en ese mismo lugar con el caracol entre las manos, jugando con movimientos rutinarios las protuberancias y picos que lo cubrían aquí y allá, o bien, con la orilla rota. Tal como ahora lo hacía.
Nadie lo quería ni para bien ni para mal, pero cada fin de vacaciones, su madre le pedía que lo dejar ahí, pues la abuela se ponía nerviosa con caracoles en otra casa que no fuera la de la playa, creía que traían mala suerte.
Eso nunca lo entendió, tampoco lo de los gatos negros.
—Marta.
Quiso creer que el caracol lo había traído, mas era estúpido pretender que los caracoles traían prospectos de amantes.
—Hola —necesitó un gran esfuerzo para reconocer la silueta recortada en el marco de la puerta. El sol le daba de lleno en el rostro. De cualquier modo, no era necesario reconocer nada, ya sabía lo que era. Se sintió tan estúpida como cuando formulaba preguntas cuyas respuestas no aceptaba. Pero él estaba ahí, y no era respuesta a ninguna pregunta.
—No creí que vinieras.
—Yo tampoco —pensó que no lo había creído hasta el momento de tenerlo irremediablemente frente a ella y con el sol a la espalda.
Un movimiento, impulsivo en apariencia, lo dejó sentado junto a ella.
—¿Qué pensabas?
—Estaba recordando.
—¿Algo de nosotros?
—Sí —daba igual verdad o mentira. De antemano sabía que la cita no era con un viejo amigo. Pasaría por inconsciente al decirle que, apenas unos segundo antes, estaba ajena al motivo real de su presencia ahí y que sólo existían, antes de la silueta borrosa, su madre, el caracol y ella.
—Al fin te decidiste.
—¿A qué?
—A venir. Te insistí tantas veces… bueno, el caso es que ya estás aquí.
Ya estaba ahí, sin poder sentir un poco de excitación al menos, por la supuesta magia de lo desconocido, lo diferente.
Pero era ahí donde no cuadraba el rompecabezas. ¿Dónde estaba lo distinto? Buscaba y volvía a inquirir entre las sensaciones, y éstas se disolvían como talco en el agua, dejando pequeños grumos.
Todo sería igual: unas palabras más, unas menos. Los movimientos torpes de zafarse la ropa, el entrar y salir. Placer, gemidos, con suerte un orgasmo; un beso insípido, palabras necias como siempres, nuncas, y por ridículo que parezca, hasta te quieros, nos vemos pronto y, después, la terrible inquietud.
—Estás muy seria.
—¿Tú crees? —al fin lo miró de frente y muy cerca.
—No sólo lo creo, lo afirmo y lo repito —una larga oscuridad en el rostro de él marcó la pauta.
—Discúlpame; no todos los días pretendo ser amante de alguien.
—Disculpada.
Sintió unos dedos extraños tomarle el rostro. La besó tan fácil como ella acarició el caracol. “Palabras menos” murmuró ella; él la dejó de pronto y puertas y ventanas que antes ella abriera con ingenuidad, él las cerró de la misma forma. “Ahora los movimientos torpes”, pensó y no hubo equivocación; a éstos sucedieron el entrar y el salir húmedos, los gemidos y todo lo demás. Sólo que un poco antes del final, suplicó evitar palabras necias.
Ni siquiera sintió ponerse la ropa, tampoco escuchó la despedida usual. Tomó las llaves, el caracol roto, se puso el presente y los zapatos en la puerta de atrás, y se fue.
Esta vez sus recuerdos sí comenzaron en el asfalto, pero eran recuerdos de kilómetros atrás y minutos antes.
Estacionó el auto en una brecha entre el monte. Fumo un cigarro, el caracol al oído, y nada pasó.
Llegar a casa y preparar todo (nada pasó), un vaso roto y un plato resbaladizo (nada pasó). El día como viejo arrastrando sus monotonías.
Y la noche.
—¿Y ese caracol?
—Lo encontré en una caja del armario.
—¿Era tuyo?
—Sí, es mío.
—Está un poco roto y feo, ¿no?
—Sí, pero es mío —lo miró reír.
—Sí mujer, nadie te lo va a quitar.
—Lo sé.
La noche se cerró dormida junto con el caracol yaciente sobre un buró, escondiendo tres frases de un tiempo que sólo a ella pertenecía, y no enteramente.
Nada pasó ese día, pues todo quedó en el mar que habita al caracol; nada pasaría después. Todo quedó ahí dentro y, si acaso algo lograba escapar, se cortaría de tajo con la orilla rota.

El caracol y otros cuentos, 1992.