EL SULTAN Y SU NOVIA

Francisco Arellano Oviedo, Eduardo Zepeda-Henríquez, Guillermo Menocal Gómez y Noel Rivas Bravo  (En la casa de Zepeda-Henríquez en Madrid, España)
Por: Luis Rocha
Un día de hace muchos años, se bajó del tren, en la estación de Granada, un sultán. Además de su lujosa vestimenta oriental, llevaba por equipaje su alfanje de escritor y un cofre decorado con piedras preciosas, pues dentro guardaba el tiempo que había vivido, hecho libros: In extremis (1974), Observaciones (1975), Cúmulo ardiente (1980), Galería (1983), Sexto sentido (1987), De prosas y prosemas (1988), Poesía dispersa (1989), Intrínseco ser (1995), Las parcas en la quinta del sordo (1997), Amores y frustraciones (1998), Leyendígenas (2000), El pasado perdido (2000), Relacortos (2002), Sucesos (2004), Escritos descritos (2006), La naturaleza del ser (2007), Daniel (2008), Recopilación temporal (2008), Selección poética (2010), Reencuentros (2011), Sueños y vigilias (2011), y trayendo a mano En la Gran Sultana y otros escritos.
Acudieron a recibirlo con inusitado júbilo: Alberto y Luisa, María Esther, todas las meseras del Salón Cóndor, Joaquín, Edgardo y Anita, Nemesio, la Martha, Tránsito Bermúdez, Roberto y Amparito, Julio César Noguera, Cernuda, Álvaro Rivas, Chinano, Víctor Chavarría, Gustavo Quezada, Mariano Marín, Dieter Stadler, Arnoldo Martínez, Miguelito, el Poeta Carpintero, Devon Hoover, Guillermo Guillén, Hamilton Gómez, Chamorrito, Chepito, Enrique Poessy, don Bruno Mejía, Armando y Albertina, la señorita Tijerino, Glen Cole, la Petrona, Héctor y Denis, Cruz y Ernesto, Lorna y Heriberto, Arturo Quijote, y Daniel, la Chayo, y un tal Julián. Todos, conste, incluyendo los últimos, personajes de este libro y con vida propia.
Aquello era una feria de rostros que se asoman en la multitud, por recibir a un personaje, quien a su vez era el creador de esos y más personajes congregados en su recibimiento, cuyas vidas, en fragmentos autónomos o relacionados, el lector podrá encontrar en estas páginas de En la Gran Sultana y otros escritos, con el calificativo de relacortos, micronovelas o microrrelatos, no importa, pues todo ello, en su conjunto, proviene de la vida sucedida y a veces mejorada, o empeorada (propósito de por sí difícil), para que suceda mejor o peor, como ocurre en las anécdotas, de las que ya he escrito -La Anécdota como Género- que son milagros de poca extensión, y que sí constituyen un verdadero género literario. No olvidemos que la palabra proviene del griego “anékdota”, y que se la define como “relación breve de algún suceso particular. A lo que agregué: “Consideremos, por lo tanto, este género literario por su calidad y brevedad. La anécdota, como relato, es una artística miniatura, y precisamente por sencilla, más difícil de lograr.” Al leer muchos de los breves textos de Guillermo Menocal, pienso en la validez de nutrirse en la anécdota, entre otros alimentos vitales, para llegar a la concisión, a la brevedad que llega Guillermo Menocal, probable seudónimo del sultán con que comienza esta historia.
Cuando apareció el libro de Eddy Kühl Arauz, “Jinotega, novia de la montaña” (PAVSA, 2012), provocó el descontrol de un crítico que, entre otros exabruptos, no vaciló en interpretar el título como una apología al lesbianismo, en este caso, entre la Montaña y Jinotega. Por ello hay que andarse con cuidado en materia de títulos y sus posibles repercusiones freudianas. Menos mal que salió a la palestra Francisco Arellano, y además de calificar el libro como lo que es, “una obra preciosa que rescata nombres de lugares, para algunos lectores nunca escuchados, toponimias de lenguas indígenas, nombres y aportes de personas que hasta ahora –digo yo, que al igual que sucede en el libro de Guillermo Menocal- se podrán incorporar a la tradición de nuestra cultura…” Y lo que es mejor, Francisco dejó en claro la relación entre Jinotega y la Montaña: “Semánticamente, el título citado es una estructura poética que nos comunica un mensaje estético. Novia, en este caso, no es la muchacha de carne y hueso, la de sexo femenino y de mirada recatada que espera al varón; es el encanto, la belleza, la delicadeza que una novia tiene; se trata de una metáfora…”
Lo que intento es, de antemano, evitar cualquier arbitraria descalificación, además de las gratuitas que pudieran haber surgido antes, contra En la Gran Sultana y otros escritos (PAVSA, 2013), del muy granadino, sultán, Guillermo Menocal, novio de la Gran Sultana. Mejor curémonos en salud, no se le ocurra a alguien dejar de considerar escritor a Menocal por no ser, al decir de Rubén Darío, un “autor blasonado”, o ese mismo tipo de crítico pretenda sospechar que la “Gran Sultana” es una “virago”. (Rubén Darío: “A propósito de Mme. De Noailles”). Ni me atrevo siquiera a pensar qué nos podría decir ese crítico sobre “Canción de amor para los hombres”, de Omar Cabezas.
Sé perfectamente que Guillermo Menocal proviene –y en esa materia es un delincuente confeso- de la poesía. Lo conocí poeta, y a pesar de los pesares y de sus microcosmos narrativos, que constituyen el macrocosmos de este libro, es por ello el mismo poeta auténtico que me mostraba sus producciones literarias con humildad y envidiable sencillez, y con recatada devoción se las entregaba a Pablo Antonio Cuadra, para su publicación en “La Prensa Literaria”. Su dependencia poética la explica así, en “Nota del autor”, en este libro:
“Si bien es cierto que hace unos tres años decidí no escribir más poesía es, entre otras razones, para evitar repetirme en los mismos temas, y porque encontré más libertad y mejor recurso para caracterizar en el relato breve; reconozco que fue la poesía la que me llevó afortunadamente a este género tan fascinante, estricto y enérgico; y no es que la desdeñe (a la poesía), pues ella vive en mí y pueden verla, sentirla y tocarla acaso en la mayoría de mis trabajos en prosa”.
Pero antes de continuar refiriéndome al sultán, optaré por referirme a su novia, la Gran Sultana, metáfora que me facilita ubicar a Guillermo en un medio –su hábitat- que conoce bíblica y paganamente; su entorno urbano-histórico, y por supuesto regodearme en al menos algunos de nuestros antecedentes literarios, que incluyen a verdaderos maestros en ese género, con diversos rumbos y formas, entre quienes no puedo dejar de mencionar –sin agotar el inventario- a Ernesto Mejía Sánchez, con sus prosemas, José Coronel Urtecho, con sus noveletas, Mario Cajina-Vega con “Lugares”, Enrique Alvarado Martínez, con sus “Anécdotas granadinas”, Sergio Ramírez Mercado con “De tropeles y tropelías”, y muy para la ocasión, Francisco Pérez Estrada y sus “Estampas de Granada”, gigantes todos ellos de la brevedad, tradición que con voz muy propia continúa y recrea Guillermo Menocal.
He titulado esta presentación “El sultán y su novia”, pues desconozco a ciencia cierta los detalles de la relación íntima entre Sultán y Gran Sultana –pues apenas los he corroborado con la lectura de estos escritos-, y consultando el diccionario de la RAE, que dice:” Sultana. Mujer del sultán, o la que sin serlo goza de igual consideración”, me sentí con licencia de interpretar que en este caso –dada una definición tan generosa- la Gran Sultana podría ser, sin menoscabo del gozo, mujer, amante o novia de nuestro volcánico sultán, lo cual me hizo por lo demás admirar el grado de modernidad y liberalidad que existían en los sultanatos, tan copiados el día de hoy. Consigno ahora, tomado de internet, de dónde le viene el apelativo a la ciudad: “Por su belleza que hace de esta ciudad una perla de la arquitectura colonial, la llaman “La Gran Sultana”. Este nombre fue utilizado por primera vez en 1882 por la escritora española Baronesa de Wilson -cuyo nombre era Emilia Serrano García del Tornell-, quien la nombró así por el volcán Mombacho, pues vio una relación idílica entre el sultán y su novia Granada”.
Pero volvamos al tema. Habíamos dejado al sultán en la Estación de Granada, siendo recibido multitudinariamente –casi en olor de santidad-, y ya era conducido en andas por eminentes críticos y antólogos internacionales, mencionados por Víctor Chavarría en los párrafos finales de las páginas 23 y 24, cosa que señalo para que se sepa que dichas personalidades no son personajes inventados por Víctor Chavarría. Lo que a lo mejor es ficción, es que los cronistas, que siempre están haciendo su oficio, dicen que llevaban una pancarta, con estos versos, atribuidos a Guillermo Menocal:
Se acuesta la Gran Sultana
por las noches mahometana
y se levanta ya cristiana
cuando llega la mañana.
A la vez que entonaban el corrido “Granada”, de Tino López Guerra, cuyo principal estribillo dice:
Granada, linda Sultana
reliquia de mi nación
eres una moza castellana
que tiene muy nica el corazón.
Y alejándose de cronopios y de famas, Guillermo Menocal se desprendió disimuladamente de aquel momento glorioso, para adentrarse, en parte, en las entrañas del imperio, y en mayor parte en la agridulce, a veces sórdida y a ratos, hilarante y apacible Gran Sultana. Ahí lo encuentra la “Carta-Prólogo” de Horacio Peña señalando que “Guillermo Menocal es el viajero que vuelve, no tan sólo a su ciudad, sino a las cosas y a la gente que poblaron sus calles, barrios y rincones… La primera parte de este libro se inicia con la llegada del viajero a la ciudad. Deja su equipaje en la habitación, sale a la calle, y comienza, o recomienza el viaje, Guillermo se va a la búsqueda del tiempo perdido, de la vida que se dejó en esa ciudad y que ahora trata de volver a hacer suya.”
Y ahí lo encuentra también Víctor Chavarría, deambulando por sus calles y conversando con sus gentes, ya que “Granada es, pues, para Guillermo Menocal una ciudad a la que no sólo ama, sino que también conoce sus recovecos… Quizás por ello Menocal, cuando viene a Granada, no se puede quedar quieto en su hospedaje, pues desde que pone los pies en su tierra natal comienza una caminata por toda la Gran Sultana… y es precisamente el deseo de dar testimonio lo que al parecer hace que Menocal logre desprenderse de las criaturas que lo poseen y al mismo tiempo alcance la maestría como escritor de minificción, que al decir de Lauro Zavala, constituye la clave del futuro de la lectura”.
Ciertamente que todo buen libro se explica por sí solo, como ocurre “En la Gran Sultana y otros escritos”. Sin embargo, es de agradecer la inclusión de los textos de Horacio Peña y Víctor Chavarría, porque al referirse a este libro, como lo han hecho, nos despiertan el apetito por su lectura y nos facilitan sus claves. Nos embarcan en la nave del Gran Sultán, repitiendo con Azarías H. Pallais (Piraterías, 1951):
“Vivir no es necesario, pero sí navegar,
¡qué culpa tiene el lobo, qué culpa tiene el mar!”
Por todo lo que he dicho, concluyo: La ficción no es más que la realidad que creemos imaginar.
LUIS ROCHA
“Extremadura”, Masatepe, 22 de junio de 2013.