El zoológico de papá – cuento

Julio Valle, Fernando Silva, Lisandro Chávez Alfaro y Luis Rocha – Archivo de el Nuevo Diario

Entre los cuentistas nicaragüenses destaca el escritor Lisandro Chávez Alfaro (Bluefields, Costa Atlantica-1929-Managua 2006) a quien tuvo el gusto de conocer y quien está incluido junto con Rubén Darío, Juan Aburto y Sergio Ramírez en la ANTOLOGÍA DEL CUENTO HISPANOAMERICANO, publicado por la Editorial Porrúa de México, cuarta edición, 2003, un trabajo genial del doctor Fernando Burgos Pérez quien recopiló a 93 prominentes cuentistas latinoamericanos. “Antología del cuento hispanoamericano incluye las figuras principales del cuento en el siglo diecinueve, el modernismo, la vanguardia y la literatura actual.
Lisandro Chávez, quien vivió gran parte de su vida en México, su segunda patria, es considerado como una de las figuras principales de la narrativa contemporánea nicaragüense y centroamericano.
El cuento El zoológico de papá, del libro de cuentos LOS MONOS DE SAN TELMO, es denuncia, historia, protesta, realidad de la tragedia del nicaragüense antes y ahora.
JALuna-Editor

El zoológico de papá
Cuento

LISANDRO CHÁVEZ ALFARO

Desde que nací, o desde que tengo uso de razón, me está diciendo que yo nací para mandar; que el país me necesita como yo lo necesito a él. Yo era muy niño (ahora tengo trece años y hace mucho tiempo dejé de ser niño); me puso un juguete en las piernas y dijo que yo había nacido para mandar. Lo recuerdo como si hubiera sucedido hoy: él andaba con uniforme “de gala, blanco; un grueso cordón de seda amarilla le colgaba del hombro izquierdo y medallas de todos colores en el pecho. El juguete era de lata y echaba chispas: un tanque tipo M-103. Pero esta mañana se puso serio conmigo porque le ordené al soldado que estaba de guardia en el jardín que metiera la bayoneta entre los barrotes de la jaula. Al principio el raso no quería obedecer; tal vez no recordaba que soy coronel. Después lo hizo. Cuando le dijeron lo que había sucedido, vino, y me miró como nunca me había mirado. No sé por qué. Me quiere mucho y siempre me deja hacer lo que quiero. Creo que ya se le pasó. Tiene tanto que hacer que de seguro ya se le olvidó. Desde aquí lo veo parado junto a una de las jaulas; ah, están metiendo a otro. Antes yo no sabía lo que era un enemigo, hasta que me lo explicó y me hizo sentir lo mismo que él siente con ellos.  A veces me cuesta dormirme por pensar en esas cosas. Eso me sucedió anoche, aunque también es cierto que el león (el puma, quiero decir) estuvo rugiendo mucho. Creí que era porque está recién llegado. Lo agarraron en una de las haciendas que tenemos allá por el norte de la república; no me acuerdo cómo se llama la hacienda; nunca puedo recordar los nombres de todas.
Él me ha, dicho cuántas son —creo que cuarenta y tres, pero no puedo retener los nombres. Con este puma ya son siete las fieras que tenemos en el jardín. A mi papá le gustan mucho, y yo creo que hasta las quiere; cuando menos le divierte darles de comer. A mí también me divierte, verlo, siempre que estoy aquí. A cada una le ha puesto nombre El puma se llama Nerón. Al principio no quería que se supiera que tiene su colección de fieras, pero de todos modos se corrió la noticia por todo el país. Hace poco permitió que en uno de sus periódicos —creo que fue en “La Estrella” que es el más importante— publicaran un reportaje. Tenía muchas fotografías; se llamaba ADMIRABLE ZOOLÓGICO EN CASA PRESIDENCIAL. Decían que este zoológico es una obra que beneficia al país. De esto hace tres semanas y todavía no estaba el puma. Lo recuerdo muy bien porque recibí el recorte de periódico en la última carta que me escribió al colegio —me escribe en inglés—, poco antes que principiara el verano y yo saliera de vacaciones. Ojalá que aquí tuviéramos tan buen clima como en Schenectady, pero hace tanto calor. Una de las cosas que voy a ordenar cuando sea presidente es que construyan un gran tubo de aquí a los Estados Unidos para que por allí nos manden aire. Así ya no haría tanto calor, y a lo mejor, respirando ese aire, h gente de acá llega a parecerse a la de allá. Seguramente mi papá pensó también en el clima antes de escoger el colegio al que me mandaría, y escogió el Union College de Schenectady. Mi mamá quería que yo hiciera el bachillerato aquí mismo porque todavía estaba muy pequeño; entonces mi papá dijo que, si mi abuelo no lo hubiera mandado desde niño a educarse en los Estados Unidos, no sería el hombre que es. Ahora terminé mi primer grado de High School.

Después de estar fuera un año tenía muchas ganas de volver y de seguro que mis papás también tenían muchas ganas de verme. Mi mamá fue a traerme en un avión de la Compañía Aérea que tenemos. Hicimos el viaje en un Boeing 707. Yo quería venirme en barco, en uno de los barcos de la Compañía Naviera que tenemos y que hacen estar en New York, New Orleans, y muchos otros puertos, pero mi papá no quiso porque son barcos do carga, muy incómodos, dice. Lástima, porque e mar es muy… exciting (no recuerdo cómo so dice en español) y uno se siente de veras pirata. Una vez, en un periodicucho, le dijeron pirata mi papá y hubieron muchos muertos. Entonces no teníamos zoológico todavía, ni yo sabía lo que es enemigo, y no lo supe muy bien hasta esta mañana, y lo sé mejor ahora que veo las jaulas. Des de esta ventana se ve todo el jardín de mi casa —se oye mejor en Casa Presidencial—. Mi papá el coronel Gómez, el capitán Bush, y Mayorga que es jefe de la policía, y varios guardias, siguen parados alrededor de una jaula. Creo que están confesando a alguien. Parece que ayer quisieron matarlo cuando estaba en el palco presidencial del estadio, viendo un juego de base-ball, Mayorga me cae bien.  Siempre que nos encontramos se cuadra y me hace el saludo militar, porque él es capitán y yo coronel; fue el regalo que me hizo mi papá el día que cumplí doce años. Tengo mi uniforme con todas las insignias, pero casi siempre ando vestido de civil, como esta mañana que el guardia no quería obedecer. Y el maldito puma rugiendo toda la noche. Se me fue el sueño y me levanté muy temprano, cuando amanecía. Me vestí y salí al jardín para ver qué había de nuevo. Las fieras siempre amanecen muy bravas y es cuando hay que verlas. Gruñen, enseñan los dientes y tiran grandes manotazos por entre los barrotes que dividen la jau­la, y entonces los hombres se hacen chiquitos en un rincón, tiemblan, sin quitarle los ojos al ani­mal. Algunos hasta se orinan de miedo, dicen. Pero por más que se encojan siempre sacan arañazos en alguna parte del cuerpo. Tiene que ser así, la jaula está dividida en dos por una reja; en un lado está la fiera y en el otro un enemigo, acurrucado; la jaula está hecha para el tamaño del animal. Claro que no a todos los traen al zoológico, sólo a los más culpables, o a los que no quieren confesar, porque la reja que divide la jaula puede levantarse poco a poco para hacerle ver al preso que si no habla se lo puede comer la fiera.
Cuando hay que hacer esto dejan al animal sin comer todo un día. ¡Qué ham­bre! Algunos de los presos dan asco, otros dan risa, y otros dan cólera, porque a pesar de estar como están no se les bajan los humos y siguen diciendo sus… sus cosas. Nonsense, se dice en inglés. Así, era el nuevo que encontré esta mañana, en la jaula del puma. A todos los demás ya los conocía porque los trajeron hace varios días, pero a éste acababan de enjaularlo la no­che anterior un hombre con cara de indio, y por los arañazos que tenía en un cachete se veía más feo. Estaba descalzo y con la ropa hecha tiras, como si toda la noche hubiera peleado con la fie­ra. Me le acerqué y olía a algo rancio, o no sé cómo llamarlo, porque nunca había sentido ese olor que me dio miedo y cólera. Lo más extraño es que el olor parecía salirle de los ojos con que miraba al animal y me miraba, como si yo hu­biera sido la cola del puma. El guardia también se acercó y allí estuvimos platicando mientras el puma daba manotazos y el hombre sumía el pe­cho, tratando de capearlos. Le pregunté al raso si sabía qué había hecho el hombre ese y no lo sabía muy bien, sólo de oídas. Pero platicando nos dimos cuenta de que era un periodista, y que estaba ahí por escribir una sarta de mentiras y ofensas. Escribió algo así como que nuestro país parecía una propiedad, una hacienda de los Estados Unidos, y que mi papá era solamente el mandador, el que administraba la hacienda… y – que el ejército del que mi papá es jefe sólo sirve para que no haya elecciones libres. ¡Mentira! Esta última vez mi papá fue elegido por el Con­greso Nacional, y el Congreso Nacional repre­senta al pueblo. Esto me lo enseñaron muy bien en el Union College. Así que por qué hablan. Entonces sentí más fuerte el olor, pero ya no tenía miedo. Me acordé que soy coronel y le ordené al raso que calara bayoneta y la hundiera entre los barrotes. Quería ver al hombre meter­se en las garras del puma, a ver si así seguía pen­sando lo mismo. El guardia sonrió y se hizo el desentendido, creyendo que yo bromeaba, pero lo decía de veras. Le recordé que soy coronel. El soldado se puso serio y sin dejar de verme caló bayoneta. Cuando el enjaulado sintió el primer pinchazo en la espalda, gritó diciéndome algo de mi mamá. ¡Jodido indio! Esto me hizo ver chispas, y puse la mano en la culata para em­pujar el rifle. Mientras el preso se hacía el fuer­te, Nerón se había alborotado y metía las garras, y los zarpazos eran más rápidos. En una de esas la punta de la bayoneta le cayó en el espinazo (bueno, lo que en inglés se llama spinalcolumn). Lo vi arquearse y un momento después oímos que algo se desbarataba entre las zarpas. Tratamos de detener al puma con la misma bayoneta, pero de seguro tenía mucha hambre y con todo y pin­chazos siguió manoteando. Yo sólo quería que el hombre dejara de pensar lo que pensaba; nada más. Entonces llegó mi papá; me mandó que volviera a mi cama, pero antes me miró como nunca me había mirado. Yo creo que él tenía pensada otra cosa para el periodista, Sr yo se la eché a perder. Ahora está ahí junto a otra de, las jaulas. Si levanto un poco más la vista puedo ver casi toda la ciudad. A esta hora de la tarde es bonita y me gusta más que Schenectady, tal vez porque sé que aquí mando yo.

LISANDRO CHÁVEZ ALFARO EL FAMOSO DESCONOCIDO
Por Ulises Juárez Polanco
(Managua-1984 -Managua, agosto 2017)

A ochenta años de su nacimiento (1929), se pueden nombrar muchas razones por las cuales la obra literaria de Lizandro Chávez Alfaro es contradictoriamente poco conocida dentro y fuera de Nicaragua: carencias propias de un país en vías de desarrollo como el nuestro, la falta de editoriales nacionales y aún más de una estatal que rescate y divulgue a nuestros exponentes culturales, un mercado editorial incipiente, bibliotecas exiguas, libros de acceso restringido por los altos precios e incluso, hay que admitirlo, una población desprovista del hábito de lectura. Esta realidad no afecta sólo a Lizandro Chávez Alfaro, estamos claros, pero ¿cómo puede desconocerse la obra de quien en círculos académicos y a ojos de nuestros mejores escritores y más agudos intelectuales representa al padre fundacional de la narrativa de Nicaragua? ¿Cómo es posible que ninguno de sus libros sea editado, leído y estudiado hoy día por las nuevas generaciones, cuando la vigencia de sus temáticas parece estar más de vuelta? ¿Por qué su obra tiene años sin ser publicada en su propio país, a pesar de que en su momento fue de las más leídas?
Proveniente de una generación de narradores de la década del sesenta que marcó época e hizo un paréntesis esencial en la “República de poetas”, entre ellos Fernando Silva, Sergio Ramírez, Juan Aburto, Mario Cajina-Vega y Fernando Gordillo, a Lizandro Chávez Alfaro le bastó dos títulos en esa década –los cuentos de Los monos de San Telmo (1963) que el lector tiene en sus manos y la novela Trágame tierra (1969)– para ganarse el respeto y admiración nacional e internacional, al abordar sin maquillaje la realidad de los nicaragüenses, captando las inequidades de una sociedad lacerada que como Hobbes augurara tiene en el ser humano al propio lobo de sí mismo.
Partiendo del estudio de la historia (y la biblioteca del padre Álvaro Argüello, S.J., es testigo de sus largas jornadas de investigación), Lizandro logró construir un universo de personajes, ambientes y situaciones que los críticos han tenido razón en llamarle una historia nacional no oficial. Esto porque aún viviendo en México pero en pleno tiempo de la dictadura somocista, el autor de Los monos de San Telmo escribía en contra de la historia “oficial” a la que torcidamente el sistema daba el visto bueno, y escribía para dejar ver otra realidad, la Realidad, ésa que siempre fulgura por más que los tiranos y cómplices traten de maquillar, esconder y negar: los abusos y crímenes de la dictadura, las aventuras heroicas de Sandino y del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional, las infamias cometidas bajo la égida de la intervención gringa y, sobre todo, el mundo e identidad de la Costa Caribe que estaba y sigue olvidada en la literatura, historia y política nacional.
Bluefields: su ciudad cosmopolita

Lizandro fue multifacético y pluridisciplinario; cultivó la narrativa (cuento y novela), la poesía, el ensayo y la pintura. Nació el 25 de octubre de 1929 en lo que hoy se llama Barrio Central, en Bluefields, la capital del entonces departamento de Zelaya y que actualmente pertenece a la Región Autónoma del Atlántico Sur (R.A.A.S.) del Caribe nicaragüense. Allí creció y recibió su educación primaria en el Moravian School (1935-1941), mientras la secundaria en el Colegio Cristóbal Colón (1942-1947).
Su padre, Belarmino Chávez Saballos, era originario de Juigalpa, y su madre, Ramona Alfaro Casco, de Pueblo Nuevo, Estelí. Su padre llegó a Bluefields en 1910 como administrador de rentas en los tiempos de la Anexión, período cuando el Reino de la Mosquitia, protectorado británico en la Costa Caribe, tenía cuantiosos ingresos económicos derivados de enormes inversiones extranjeras que desde mediados del siglo XIX llegaban a las plantaciones de banano, minas y extracciones de maderas preciosas. Su familia se estableció en Beholden, algo poco usual: una familia de mestizos en un barrio predominantemente creole. Ahí llegaron y adoptaron la cultura local, incluyendo la gastronomía caribe: “solíamos comer arroz y frijoles con leche de coco”, recordaba Lizandro, quien conocía paso a paso la elaboración del aceite de coco, propio de la cultura costeña.
Esta ciudad fue descrita por él como un lugar cosmopolita (“aunque cada vez menos”), cuyo cosmopolitismo era evidente, por ejemplo, en la población de la escuela morava: “tenía compañeros que eran alemanes, chinos, británicos, norteamericanos, árabes”. Él se denominaba un “mestizo blufileño”. Según testimonio del autor recopilado en The Times & Life of Bluefields: An Intergenerational Dialogue, como mestizo blufileño ganó una visión más amplia de lo ordinario. “Me crié con ciertas contradicciones y grandes libertades. Mi familia era católica, pero me inscribieron en la escuela morava porque la consideraban la mejor en el pueblo. Eso iba en contradicción con su fe católica. Pero aprendí a hablar inglés en la primaria morava y tengo buenos recuerdos de mi tiempo de escuela”. Atraído desde muy joven por el arte y la cultura, que Lizandro Chávez fuera hijo de inmigrantes del Pacífico le hacía ya, según el escritor Sergio Ramírez, “dueño de una circunstancia de vida, muy privilegiada para un escritor que como él se ha propuesto a lo largo de su carrera literaria abarcar el todo, complejo y huidizo, que es Nicaragua. Un todo múltiple en el que no es tan fácil advertir las calidades que representan las dos costas del país, de culturas tan disímiles y tantas veces contrapuestas, e ignoradas”.
Los viajes de Lizandro
A los quince años llegó a Managua para trabajar en la Administración Nacional de Aduanas, una institución cuyo Administrador General, Gerente y Asistente eran ciudadanos estadounidenses que vestían y tenían rango de la Guardia Nacional nicaragüense, bajo, citando a Chávez Alfaro, “la intervención del gobierno norteamericano para asegurar quien sabe cuál deuda nacional”. A esto añadiría: “tenía apenas dieciséis años, pero pensé que esa situación era humillante, ver a mi país gobernado por extranjeros”. El recuerdo de esta situación permeará una significativa parte de su obra, incluso será vital en la concepción de Los monos de San Telmo, como revelaría en una entrevista de 2006, al preguntarle qué pensaba cuando escribió este libro: “Estaba pensando en la relación amo y esclavo que tenemos con los Estados Unidos, en eso estaba pensando. Y cómo por sostener un negocio se es capaz de confundir niños con monos”.
En Managua no se quedó mucho tiempo. Mientras trabajaba en la Administración de Aduanas hacía lo posible para cumplir su sueño de graduarse de pintor. Una de sus mayores influencias, Santos Cermeño, le animó a pintar y, posteriormente, se dio a la tarea de dibujar una colección de retratos de treinta maestros universales de la música, que serían exhibidos durante el décimo aniversario del Liceo Lola Soriano, ubicado justamente frente a su lugar de trabajo y donde hacía sus ensayos la Orquesta Sinfónica de Nicaragua. “La exhibición me llevó a una beca y lo siguiente que supe era que iba a la Academia San Carlos de Artes Plásticas, en México”.
Así fue como, sin terminar de establecerse en la capital nicaragüense, partió ese mismo año de 1948 rumbo a México, a la prestigiosa academia de San Carlos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), siempre con la meta inalterable de convertirse en un pintor célebre y qué mejor lugar para lograrlo sino el cosmos del muralismo mexicano. Saldrá como Maestro en Artes Plásticas (1948-1955), pero la literatura empieza a enamorarle con intensidad ascendente y así, mientras pinta, también escribe poesía, toma cursos libres de Letras Hispanoamericanas en la misma universidad (1953-1955) y estudia francés en el Institut Français d’Amérique Latine (IFAL).
Mientras vive en México desempeña diferentes trabajos. Uno de los que más recuerda es el de redactor de guiones para cuadernos ilustrados sobre asuntos históricos universales, publicados por Editorial Novaro (1960-1963), conocida por las publicaciones populares que se distribuían por toda América Latina. “Trabajé biografías de héroes hispanoamericanos, de mujeres admirables y de grandes inventores. En cierta ocasión escribí un guión sobre la biografía de Augusto C. Sandino, pero no fue publicado porque lo percibieron demasiado anti-yankee. Este trabajo de guionista de comics era un ejercicio muy riguroso. Primero había que estar claro de una larga lista de palabras prohibidas que podían ser inocentes para lectores de un país, pero ofensivas en otro. Después había que contar la historia en una cantidad específica de marcos por cada página, y en cada marco, otra cantidad específica de palabras por balón”. Asimismo, fue traductor de artículos del italiano, francés e inglés para el diario El Día (1963-1965); corrector de estilo en el diario Ovaciones (1964-1966); redactor de textos publicitarios en la agencia Doyle-Dane-Bernbach (1966-1972); y director de Radio Universidad Veracruzana (1972-1976).
Entre la pintura y la literatura
“Me inicio en la literatura en mis años de adolescencia y como tantos otros escritores comencé escribiendo poemas, publicando poemas”. Una de tantas encrucijadas de su vida fue tener que elegir entre los pinceles y las letras, disyuntiva cruel, pues según él, “no es posible servir a dos amos tan absorbentes como la pintura y las artes plásticas en general, y la literatura”. Se inclinó por las letras a raíz de la publicación de su primer libro en 1950, Hay una selva en mi voz (poesía). “Tuve un período de indecisión, entre ser pintor o escritor. Finalmente me decidí por ser definitivamente, claramente, vocacionalmente, escritor… terminé convencido que era mejor ser escritor que pintor”. Cuatro años después publicaría el también poemario Arquitectura inútil (1954). Luego confesaría que de la poesía pasaría a la narrativa, según él, por ser un género donde mejor podía expresarse: “la poesía me constreñía a problemas personales muy subjetivos y la prosa narrativa era una manera de liberarme de toda esa problemática individual para explorar otros mundos que no fuera exclusivamente mi subjetividad. Eso fue lo que fundamentalmente me lanzó a la prosa narrativa”.
Este salto de género literario no pudo ser mejor, pues su primer libro de cuentos, justamente Los monos de San Telmo (1963), ganó el prestigioso Premio Literario Casa de las Américas, con un jurado conformado por Calvert Casey, Claude Couffon, Emmanuel Carballo y Raúl González de Cascorro. Este reconocimiento hace irreversible la decisión de dedicarse enteramente a la literatura, sacudida descrita por él como toda una realidad que se viene encima y uno tiene que responder a eso, “a ese estremecimiento”.
El Premio Literario Casa de las Américas fue convocado por primera vez en 1959 con el objetivo de estimular y difundir las letras del continente, con importantes personalidades de las letras del ámbito latinoamericano y caribeño vinculados al Premio como jurados, premiados o en ambas condiciones. El poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar aseveraría que “al convocarse el Premio Casa en 1959 no tenía (o casi no tenía) pariguales, y hoy esos pariguales han florecido en otros países como hongos tras la lluvia. (…) En 1959 –fui testigo de ello- no era previsible que la literatura de nuestra América iba a alcanzar el reconocimiento mundial del que pocos años después disfrutaría”.
El libro ganador de Lizandro Chávez Alfaro fue aplaudido por la apropiación lúcida que logró de las técnicas más modernas del boom latinoamericano, entonces en su esplendor, y se convirtió así en una las piedras fundacionales de la narrativa nicaragüense.
Con treinta y cuatro años, el premio fue para él una gran estimulación, aunque no implicara una suma significativa de dinero. Sí lo era de prestigio, pues Casa de las Américas ya representaba (a como sigue siendo) uno de los principales centros de irradiación de la nueva narrativa latinoamericana, según la apreciación inequívoca del distinguido crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. “Me abrió otros horizontes, ya que fue el primer libro publicado, mejor dicho, traducido a otros idiomas y publicado en distintos países de Europa, principalmente. Todo eso significó un panorama diverso”, opinó Lizandro Chávez sobre el libro.
Ese año fue publicado por la misma Casa de las Américas en La Habana, y después en Bucarest, Rumania (traducido al rumano por Editura Pentru Universala, 1965); San José, Costa Rica (1971); París, Francia (traducido al francés por Les Lettres Nouvelles, 1979); Berlín, Alemania (traducido al alemán por Aufbau-Verlag, 1989) y, claro, Managua (1975, 1978, 1982, 1983, 1992, 1997, 2009).
En plena década del boom, Los monos de San Telmo le abrió muchas puertas, siendo para él la más trascendente la del lector nicaragüense. “(El libro) comenzó a llegar a Nicaragua por distintas vías, era un período completamente diferente el que vivíamos en Nicaragua. Fue admitido como lectura en muchas escuelas de formación secundaria y formación universitaria. Eso también fue abriéndome otro panorama y abriéndome sobre todo un nuevo espacio ante el lector nicaragüense que era uno de los que a mí más me interesaba. Claro que siempre me ha interesado el lectorado de toda América Latina, pero muy particularmente el nicaragüense, ya que muchas alusiones llevan ese nombre, el de Nicaragua. De modo que fue para mí importante el poder abrirme ese nuevo espacio en el lectorado nicaragüense”.
La reafirmación de Los monos de San Telmo vino con la publicación en 1969 de la novela Trágame tierra, aplaudida en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) y la Universidad Centroamericana (UCA) cuando el profesor Fidel Coloma incluyó ambos libros en sus cursos de literatura por donde pasaron generaciones de estudiantes.
Los monos de San Telmo incluyen trece cuentos en los que engloba la marginalidad del nicaragüense y su relación oscura de amo-esclavo con los Estados Unidos (su intervención en Nicaragua y patrocinio a la dictadura, sus embajadores y los que se identificaban con las arbitrariedades de éstos, representados, por hacer una mención, en Rock Cooper, quien “por sostener un negocio es capaz de confundir niños con monos” y de vender hasta a su propia madre). Rompiendo con una narrativa local atrapada en parámetros vernáculos, Chávez Alfaro se apropia de las técnicas del boom latinoamericano y las integra en sus cuentos; así encontramos el tratamiento del tiempo como un todo no-lineal, el uso de más de una perspectiva o voz narratoria y la utilización de una gran cantidad de neologismos y nicaraguanismos. Estas prácticas fueron revolucionarias para la literatura nicaragüense, dando una estructura estética y técnica más compleja, “más densa”, del gusto de Lizandro. No es coincidencia que su estilo recuerde al de uno de sus escritores favoritos, el Premio Nobel norteamericano William Faulkner, uno de los últimos autores que Lizandro releyó antes de morir.
Del mismo modo, cabe destacar el énfasis en la temática política e histórica presente en Los monos de San Telmo y su evidente denuncia social a través de la mezcla de elementos reales y ficticios. En 2003 habría dicho: “efectivamente, siempre hemos estado ‘capturados’ los nicaragüenses en dependencia del Imperio estadounidense. Los Monos de San Telmo, vienen a ser una metáfora que ilustra magníficamente esta actual dependencia donde algunos nos revelamos y otros como el actual presidente, se someten con servilismo. (…) Actualmente somos más serviles de lo que éramos hace cincuenta años. (El libro) es una metáfora hispanoamericana que alude al imperio estadounidense y éste no tiene nada que ver con temas de cuarterías urbanas de los minipaíses. La metáfora inicial estaba referida a una explotación inhumana de carácter comercial, pero, al fin de cuentas, la guerra es un gran negocio; entonces los que queden ‘capturados’ en este servicio, pues, quedan como víctimas de este gran negocio. Estamos pendientes de firmar el famoso Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, que no es más como ellos nos van a ‘capturar’ como sus compradores obligatorios. Y este dominio económico es la globalización y nosotros seguimos siendo cautivos y monos a los ojos de los estadounidenses y vendidos como mercancía. Ahora los hispanoamericanos ya no estamos dominados por las cañoneras de hace un siglo atrás sino a través de la banca internacional”.
Abordemos brevemente cada cuento, procurando no robarle al lector la sorpresa de sus desenlaces:
En Los monos de San Telmo, el primer cuento y responsable del título del libro, se narran las aventuras del inescrupuloso y ambicioso Rock Cooper y su criado-chofer-intérprete Doroteo, sumiso con el amo y capaz de hacer cualquier trabajo por sucio o ilegal que sea con tal que “le pague sus veinte pesos diarios”. Ambos trafican monos que atrapan en Nicaragua y luego son enviados a la Sexmill Corp. en el extranjero para producir hormonas hechas a base de orines de mono. Desesperados por cuadrar las cuentas de monos requeridos, atrapan dos ejemplares de monos Primatus Santelmensis, especie que según Cooper le hará multimillonario. Este hecho, que el lector descubrirá inhumano, ocurrirá ante la vista y paciencia de las autoridades nacionales, quienes cómplices no hacen nada frente a la barbarie después de una llamada del embajador gringo a los mandos superiores.
En el cuento En tinieblas encontramos la historia de supervivencia de Medardo en la espesura de la selva después que un grupo de guerrilleros del que era parte se enfrentara a una compañía de la Guardia Nacional y debieran huir ante la superioridad en número y armas de éstos. Acompañado de un perro amigo, Bazuka, Medardo reflexiona sobre la situación de Nicaragua atrapada en la dictadura: “¿Sabes? Creo que en una república de perros las cosas andarían mejor”, decía mientras Bazuka echado le oía atentamente. Al final es encontrado por los guardias y nuevamente debe encarar el desafío de escapar y vivir, no sin antes meditar que a pesar de “la misma raza, el mismo idioma, la misma clase, la misma patria, y, sin embargo, parecía un extranjero entre los guardias cuadrados y sórdidos, hechos de una extraña mezcla de jabalí y medusa”.
El tercer cuento, El perro, muestra las peripecias de Barcino, un perro que busca nuevo dueño y después regresa con Adriana, la anterior, quien le acepta nuevamente, pero la pregunta de “¿por qué lo hizo?” (abandonarla) le martilla la cabeza y cualquier respuesta sólo sirve para reafirmar una decisión. Éste es, quizás, uno de los cuentos mejor elaborados en el libro a pesar de su cruel desenlace, que evidencia el sentido trágico con que Lizandro miraba la vida.
Jueves por la tarde y El sermón del ómnibus son cuentos densos, técnicamente experimentales. El primero trata del retorno del personaje recién graduado y con su flamante diploma de Bachiller en Ciencias y Letras bajo el brazo, a su pueblo de origen, y quien para honrar una promesa hecha debe visitar a su tío recluido en el hospital por “paludismo”. El segundo cuento hace honor a su título: se trata de la presencia en un bus de un predicador, el medio hombre, y su extraño mensaje mientras el personaje principal atiende y contempla con curiosidad y desesperación.
Los siguientes dos cuentos, La estructura y Sudar como caballo son muy similares en cuanto a la temática. En ambos se aborda la construcción de un algo anhelado, portentoso, utópico: en el primero, de una estructura misteriosa y los vaivenes que deben afrontar sus constructores para hacerla crecer; el segundo es un cuento muy sugestivo a partir del deseo de Erasto de darle forma y vida humana a una tonelada de plastilina… y en el cual un pequeño error de cálculo resulta desastroso.
El octavo cuento, Una leyenda que heredar, es una ficción futurista en que un personaje de noventa años, el “abuelito”, le cuenta la historia de una cicatriz en su cuello a su nieto Aquiles, quien llegó “en una caja herméticamente cerrada y un gran sobre con el instructivo”. Una de las cualidades de este cuento es incorporar en aquel entonces de forma revolucionaria una doble perspectiva que muestra dos versiones de la historia contada al nieto.
Insignia y El zoológico de papá representan dos críticas políticas. El primer relato aborda un encuentro en tiempos de la intervención entre un lugareño costeño y los tripulantes de un hidroavión, vestidos de “camiseta blanca, y pantalón caqui” en referencia a militares gringos. El segundo relato, a pesar de ser uno de los más breves, es aún más rebosante en el fino humor negro, irónico, lascivo que baña todos los cuentos del libro, al presentarnos una crónica de un niño (la ternura de un infante con fiera mentalidad de dictador), quien desde que nació está destinado a “mandar” y a los trece años ya tiene la noción de su futuro, pues “el país le necesita tanto como él necesita al país” y participándole al lector sobre una variedad de temas de la familia, aborda, el zoológico de su papá, el dictador, donde en una jaula “confiesan” a gente que se “ha portado mal”.
En los cuentos de Para abrir una puerta y En la crujía “F” Lizandro aborda directamente cuentos sobre la marginalidad, para cerrar el libro con Corte de chaleco, el relato más extenso y trabajado, sobre la historia de la polémica figura de Pedrón Altamirano, General de Sandino.
Después de Los monos de San Telmo, Lizandro Chávez dejaría todo y apostaría por las letras. “Dejé mi trabajo y me sumergí en la narrativa. Me dirigí a una casa de unos amigos en un pequeño pueblo llamado Nautla, en el Golfo de México, en Veracruz; ahí escribí mi primera novela, Trágame tierra. Uno sí necesita de soledad para escribir… ahí absorbí una variedad de detalles que hubiese pasado por alto si no hubiera estado concentrado en levantar mi estructura de palabras”.
Profeta en su propia tierra
Con su novela Trágame tierra resultó finalista del Premio Biblioteca Breve de la reconocida editorial Seix Barral, en España en 1966, que en plena década del boom tenía entre sus ganadores previos a Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa, 1965), Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres, 1964), Vicente Leñero (Los albañiles, 1963) y Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros, 1962) y, al año siguiente en que quedara finalista, lo ganaría Carlos Fuentes (Cambio de piel, 1967).
Ser finalista de la Seix Barral con Trágame tierra no conllevaba la publicación de la novela, así que ésta sería publicada en México hasta tres años después, en 1969, por la editorial Diógenes. De esta novela, Ramírez señaló que “está erigida sobre un aparato narrativo firmemente asentado en la historia contemporánea del país, (…) nos daba otra lectura, descarnada y valiente, de lo que se había dado en llamar, de manera eufemística, ‘el ser nicaragüense’”; mientras el profesor Guillermo Rothschuh Villanueva refiere que “tuvo un impacto fuerte sobre la nueva generación de escritores nicaragüenses. Significaba que nuestra narrativa comenzaba a tener voz propia y a repercutir más allá de las fronteras patrias”.
Rothschuh también recuerda las palabras del poeta Beltrán Morales, quien para esa ocasión repetía una y otra vez, en voz alta, que “Lizandro era tan buen novelista que no había necesitado de mecenazgo local”, enfatizando que se abrió camino en el extranjero sin ningún contacto y sin relación o vínculos con los escritores nacionales y sin adherirse a alguna corriente literaria.
México fue siempre su segunda patria. Tuvo el honor de participar en conferencias compartiendo mesa con autores de la talla de Juan Rulfo, José Revueltas, Carlos Pellicer, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Juan García Ponce, Tomás Segovia y Jaime Sabines. El poeta y crítico Julio Valle-Castillo rememoraría que “era un nicaragüense con un acento y un habla mexicana. Juan Rulfo creyó siempre que era mexicano”. Ahí también conoció a su esposa, la bailarina Evangelina Villalón, con quien procreó dos hijos, Adolfo, quien actualmente vive en Australia, y Gabriel Lizandro, fallecido trágicamente a los tres años. Nunca dejó de amar a Nicaragua, como lo comprueba que la esencia de su narrativa siempre fue su patria, siendo sólo Balsa de serpientes ambientada en Ciudad de México.
A partir de este año, 1969, su obra fue reconocida y estudiada en suelo patrio y extranjero, y se convertirá en uno de los autores más leídos en Nicaragua. Junto a Sergio Ramírez colocó a Nicaragua en el mapa de la nueva narrativa latinoamericana, y el propio Ramírez le confiere el título de padre fundador de la narrativa nicaragüense, crédito que igual hacen autores e intelectuales como Claribel Alegría, Alejandro Serrano Caldera, Luis Rocha Urtecho, Carlos Tünnerman, Donaldo Altamirano, entre otros.
Regreso a la patria
En 1976 se instala en Costa Rica, y entre ese año y 1978 se desempeña como director de la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), programa del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) en San José. En 1977 publicaría su libro de cuentos Trece veces nunca, y en su último año (1978) antes de regresar a Nicaragua, fue director del programa de Asuntos Culturales Centroamericanos del CSUCA y de su órgano impreso CHASQUI.
Con el triunfo de la Revolución Popular Sandinista en 1979 regresa a Nicaragua. El joven que salió de Nicaragua anhelando graduarse de pintor regresaría a la patria como un escritor maduro. Tuvo a su cargo la Dirección de Fomento del Arte del Ministerio de Cultura (1979-1981) y posteriormente la Dirección de la Biblioteca Nacional Rubén Darío (1981-1986).
En 1986 asume tareas diplomáticas y debe viajar nuevamente al extranjero, aunque su interés mayor era, entre muchas otras cosas, hacer la recopilación de todos los documentos que existían sobre la historia de la Costa Caribe nicaragüense en distintos archivos tanto de Inglaterra, como de Belice, Jamaica y otras partes del mundo. Pero “[e]n aquel momento a mí se me indicó que yo era más necesario en llenar un hueco que la diplomacia tenía y hacía ya varios años en Hungría. Acepté el nombramiento de Embajador en Hungría y estuve ahí varios años, en el período crítico del desmoronamiento del socialismo europeo, tanto en la Unión Soviética como en todos los países socialistas europeos. Me tocó vivir muy de cerca eso. Regresé o fui llamado después de varios años, estaba de nuevo en Nicaragua en 1989”.
A partir de 1990 fue Asesor para Asuntos Culturales de la Rectoría de la UNAN-Managua y dirigió su revista Universidad. También se desempeñará como catedrático de prosa narrativa en la UCA e investigador de la cultura caribeña nicaragüense.
En 1995 sale otra vez del país, esta vez por un semestre, como escritor residente de la Fundación Heinrich Böll, en Langebroich, Alemania. Un año después de regresar a Managua es gravemente atropellado por un vehículo (1996), pasa meses en el hospital y posteriormente en prolongado subsidio de la UNAN-Managua. Su vida cambió a partir de ese momento y producto del accidente escribe la colección de cuentos Hechos y prodigios (1998), entendida como su única obra autobiográfica.
En diciembre de 2005 fue nombrado miembro honorario de la Academia Nicaragüense de la Lengua, tardíamente. Este homenaje lo recibió con humildad como un reconocimiento a 50 años de labor: “creo que ser miembro de la Academia es una meta para muchos. Dentro de la misma Academia hay cierta resistencia a admitir nuevos miembros, de forma que me siento muy honrado con esta admisión mía”.
Un mes después, el 28 de enero de 2006, recibe la visita de Carlos Garzón y del pintor José Alejandro Vargas, quienes le proponen como merecedor de la Orden Carlos Garzón. Lizandro acepta y lo agradece, recordando sus raíces caribeñas, chontaleñas y de mineros. El reconocimiento se le entrega el 28 de marzo en un acto de la Fundación Carlos Garzón y la Unión Nicaragüense de Artistas Plásticos, UNAP, junto a un diploma cuya justificación aclara: “insigne escritor nicaragüense que puso en el alto el nombre de Nicaragua en la literatura latinoamericana del siglo XX”.
Partida hacia la inmortalidad
En los últimos meses de su vida, mientras el terrible cáncer hacía estragos en él, Lizandro soñaba regresar a vivir a Bluefields, pero no sería posible por su delicado estado de salud. El empuje que le dio a la identidad costeña a través de su obra, incorporando el paisaje y cultura de la Costa Caribe a la literatura nicaragüense, sólo se explica por su pertenencia a esta región.
Lizandro Chávez Alfaro falleció el domingo 9 de abril de 2006, a los 77 años, acompañado de sus hermanos, Ramón (quien estuvo a su lado durante los últimos siete meses de su vida) y Teresa, así como de la enfermera que lo asistía desde los últimos meses, Miriam Cantillano. La partida se anticipaba: una insuficiencia respiratoria fue la consumación de un cáncer avanzado que le imposibilitaba hacía meses salir de su casa de habitación en el Reparto Pancasán de Managua, y que tampoco le permitía escribir, aunque sí leía, entre otros libros, novelas de William Faulkner, su escritor predilecto. Su hermana Teresa confesó que él “nunca perdió la lucidez, ni tampoco se quejó de ningún dolor. Prefirió la soledad, hasta en el último momento, por eso debía pedírsele permiso para verle cuando algún amigo le llegaba a visitar”.
Ramón Chávez Alfaro, su hermano menor, fue testigo de cómo poco a poco se resignaba a lo fatal. Lizandro ya no permitía que le dieran sus medicamentos, y repudiaba cada vez que le pedían ir a un hospital. “Hace como una semana, una mañana después de desayunar, me dijo: ‘Ramón, ya me quiero ir’. Me agarró tan fuera de base que ni siquiera le pregunté para dónde, era obvio lo que me estaba diciendo. Él estaba en la cama y yo a su lado”, dijo. Cantillano recordaría del día final que a Lizandro lo notó angustiado pero lúcido, y le preguntó si le quería decir algo. Él la quedó viendo y le dijo escuetamente: “adiós”. “Cerró sus ojos y fue algo inimaginable ver en él tanta tranquilidad. Esto fue algo especial que me dejó mi hermano”, expresó por su parte su hermana, Teresa Chávez Alfaro. A los minutos falleció. Era la una y diez minutos de la tarde. Fue velado en su misma casa de habitación y sus restos reposan en el Cementerio Occidental de Managua, donde fue enterrado al día siguiente.
Durante su entierro, Jorge Eduardo Arellano, director de la Academia Nicaragüense de la Lengua, dio dos pasos al frente y proclamó ante el féretro: “Habló en nombre de los humillados étnicos del Caribe nicaragüense. Indagó sus raíces mesoamericanas y modeló, en forma maestra, su escritura. Era un orfebre de la pluma”.
A su deceso, el Centro Nicaragüense de Escritores (CNE) conmemoró que la obra de Lizandro Chávez Alfaro “marca un hito en el desarrollo de la cuentística nicaragüense y le ayudó a liberarse del pesado fardo del realismo-regionalista, que, con sus formas tradicionales y su temática orientada exclusivamente hacia el problema del hombre y la tierra, no permitía un avance de nuestra narrativa”. El entonces presidente del CNE, Carlos Tünnerman, agregaría que Lizandro “representa en la literatura nicaragüense un legado de importancia que perfectamente bien puede ser como un magisterio para narradores jóvenes. La calidad de su obra lo coloca en la primera línea de los narradores que le dieron al cuento y a la novela latinoamericana una nueva dimensión, un nuevo estilo y alcance”.
El poeta Luis Rocha Urtecho, amigo íntimo de Lizandro, lo calificaría de sandinista crítico, de carácter solitario y severo en cada una de sus obras, con un sentido trágico de la vida. “Su palabra predilecta era ‘siniestra’, las cosas más tremendas las calificaba de ‘siniestras’”, traería a colación Julio Valle-Castillo, quien también complementaría que meses antes de su muerte le había comentado que estaba trabajando en una novela que se titularía Charco Muerto. También le reveló que tenía gran interés en una obra que se llamaría Estampas de una revolución pervertida, que reuniría “muchos aspectos de la Revolución”2. Con esto demostraría que a pesar de no publicar desde 1999 y de haber dicho a inicios de 2006 que se daba por satisfecho con su producción literaria, Lizandro jamás abandonó a la literatura. “Estaba en su plenitud, pero esta enfermedad truncó su carrera de escritor”, hizo hincapié Valle-Castillo.
La poeta salvadoreña-nicaragüense Claribel Alegría, quien fue su amiga y vecina por muchos años en Reparto Pancasán, comparte su testimonio sobre el autor de Los monos de San Telmo: “Conocí a Lizandro Chávez, maestro de la narrativa, y gran amigo mío hasta su muerte, en San José, Costa Rica, en 1978. Me impresionaron, tanto como sus escritos, su aguda inteligencia, su altivez, su mirada escrutadora, su voz recia y templada, su ánimo sombrío”.
Por su parte, el investigador y promotor cultural Wilmor López declararía que “su partida es como que se haya quemado una universidad con toda su sabiduría, se quemó una vida llena de orgullo, de cultura, de perspectivas de luces puras de Nicaragua”, y le describió, desde su amistad de más de treinta años, como “fuerte y firme, no anduvo pidiendo como limosna ni un premio ni una dádiva”.
El filósofo e intelectual Alejandro Serrano Caldera, por su parte, le describiría como “un hombre muy serio, con un sentido de responsabilidad extraordinario, riguroso en su trabajo, en su escritura”.
Gioconda Belli mencionaría que “un gran escritor se queda en el corazón de los que lo leemos, y sobre todo él que dio un aporte tan importante a la narrativa nicaragüense. Lo admiré mucho por su capacidad de contar historias de los aztecas, de los indígenas. Siempre tuvimos una relación muy buena. Y aunque lo vi muy poco, siempre mantuve un enorme respeto por él, persona íntegra, una persona que se fajaba por la palabra”.
Lizandro Chávez amó a la literatura, a tal grado que para él llegaría a ser “la vida misma”. Esta vida, sin narrativa, sería peor, “un gran vacío”. En sus propias palabras, la satisfacción de la creación artística es encontrarse con el desafío de la página en blanco; el desafío de la página en blanco es llenarla con algo cohesivo, como un plano arquitectónico que permite ahondar en la condición humana. “La satisfacción está en construir un universo completo de palabras, y claro, se le puede agregar el empuje adicional de ver un libro publicado con tu nombre en la carátula”. Esto último, sin jamás olvidar que “lo ya publicado es siempre una gran emoción pero que uno debe estar siempre más interesado en lo que se está escribiendo, y no lo que ya está escrito”.
Murió fiel al consejo que constantemente daba a los escritores noveles de Nicaragua: “el primer consejo fundamental para mí, para cualquier persona que decida dedicarse a la literatura es que se convierta en un gran lector (…) y saber admitir quienes les pueden servir de maestros por escrito y aprender de ellos a profundidad. Eso sería mi fundamental consejo para un joven escritor”. Con él, mientras la influencia literaria de moda venía frecuentemente de México, Francia o Estados Unidos, Chávez Alfaro se inclinó, con la excepción de Faulkner, por Cervantes y por los escritores alemanes, como Hermann Hesse, autor de El lobo estepario, y Rainer María Rilke, autor de Elegías de Duino y Cartas a un joven poeta. “Fueron esos autores más influyentes que los nicaragüenses”, da la razón, pero agrega que siempre vio en Manolo Cuadra a uno de los más grandes prosistas nacionales. “Para mí sigue siendo un ejemplo en el panorama de la literatura nicaragüense”. Ahora es él uno de los ejemplos a seguir, no en vano Sergio Ramírez sentenció: “el que quiere ser cuentista en este país obligadamente tiene que leer Los monos de San Telmo”.
De forma casi profética, al consultársele si creía que su obra literaria había sido reconocida en su completa dimensión, él mismo diría antes de morir: “No compito con la fama, (…) por lo demás, el tiempo hace y deshace, corrige muchas cosas. Pasaron muchos años antes que reconociéramos en Rubén Darío a un gran autor, no me comparo con él, pero sí es una pauta de la lentitud del proceso que muchas veces sigue el reconocimiento literario. A mí me gustaría ocupar el sitio de un autor popular, eso me gustaría ser. Alguna vez me halagó que se hiciera una edición de diez mil ejemplares (de su novela Trágame tierra). Eso es un pequeño paso hacia delante. Estos son procesos de larga elaboración, no automáticos”.
A Lizandro le gustaban las profundidades, los abismos, y disfrutaba iluminar el lado oscuro del alma donde se esconden el cielo e infierno del ser humano. Hoy, en tiempos de crisis y desesperanza, sus cuentos pueden iluminar el camino a seguir. La vigencia de su imaginación prueba que este gigante despierta nuevamente. Una imaginación siempre llena de realidad, comprensible en otro consejo que dejó a los jóvenes, en general: “hay que leer mucha historia universal y mucha historia de Nicaragua. Y que se perciban de una forma total esas realidades”.
Este año en que celebramos los 80 años de su nacimiento, también es tiempo de leer, percibir y rescatar la maestría de Lizandro Chávez Alfaro. Managua, febrero de 2009

Ulises Juárez Polanco (Managua, 1984-Managua 2017). Narrador y traductor. Entre otras recopilaciones, es uno de sólo dos autores incluidos en los dos volúmenes de la Antología de la novísima narrativa breve hispanoamericana, que reúne a los escritores de ficción más prometedores menores de 27 años. Es columnista de El Nuevo Diario, donde coordinó la página dominical de opinión joven “Nueva Generación” y fue corresponsal del Nuevo Amanecer Cultural en Brasil y actualmente en México. En 2008 representó a Nicaragua en el 1er Festival Internacional de Narradores Jóvenes de La Habana y en 2009 es becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en la disciplina Letras del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica y de Haití en México.