Doce cartas y un amorcito

Juan Aburto-Cuentista nicaragüense

Tal vez hubo realmente un poco de amor en todo ello, pero aún no estoy seguro. Uno nunca acaba de conocer a las mujeres y cualquier hombre está expuesto a estas cosas, pues por ser hombre puede andar por todas partes, metiéndose como animal en cada recoveco y cualquier día lo matan o tropieza con un buen negocio o logra una mujer desconocida, todo por casualidad. ¿Habrá sido, simplemente, cosa de la acción del Genio del Amor que, ya se sabe, puede surgir en maduradas pasiones enormes o en pequeñas aficiones repentinas? ¡Quién sabe! Ella no me dijo su nombre o lo he olvidado. Creo que tampoco le di el mío. Debía llamarse Adelina o Virginia, pues su persona y su cuerpo me parece, requería una especial nominación. También su perfume, el de su piel como de florecitas nuevas de monte, me antojó esos nombres. Es que he descubierto que ciertas mujeres no debieran llamarse María del Carmen o Emelina; otras están bien como Socorros o Chabelas. Conozco una Rosita que fuera mejor Catalina, y qué bien estaría que aparecieran, cuando uno quisiera, mujeres Totopostes, mujeres Xilinjoches . . . En fin, tal vez estas ideas no sean muy importantes.

El caso es que últimamente he estado pensando mucho en ella y a veces hasta quisiera volver. Pero me da penita. Al fin y al cabo, es casada y quizá ni me recuerde. El amor de las mujeres es así. También, en el fondo no estoy conforme. No me he envanecido con nada. Realmente, yo no hice nada, absolutamente nada espontáneamente, y no me gusta el amor comprado (ella no me pidió dinero) ni el amor demasiado fácil. Allí me estuve sentado, leyéndole las cartas, más bien, escuchándola a ella. Pero lo peor es que todos estos días he estado deseando verla, ahorita también, aunque fuera de lejos. ¿Me habrá recordado alguna vez? ¿Estará allí todavía, con sus nostalgias, o habrá vuelto a su casa de Bluefields? Total, que aún hoy no me explico claramente cómo sería todo aquello.

Resulta que aquella tarde, como a las 5, andaba yo solito paseando por el barrio de Buenos Aires. Siempre me ha gustado, desde muchacho, pasear solo por las barriadas. Al menos no tiene uno que ir diciendo adiós a cada paso. Además, hay cierto otros encantos en ello, que no es necesario consignar aquí.

El caso es, pues, que iba casi a media calle, caminando entre una bulla de carretones, ladridos y chavalos beisboleros, cuando de pronto comenzó una fuerte lluvia. Pude haber cogido un taxi, pero no tenía nada que hacer y preferí quedarme un rato contra una pared, recostado, viendo formarse las avenidas. De una puerta cercana salió una mujer joven y me invitó. ¡Pase adelante, no se moje!

Era una muchacha alta y finita, cobriza la piel; parecía yanka y creo que tenía azules los ojitos o medio verdes, quizá. Ya estaba un poco oscura la tarde. Me senté y principiamos a hablar del tiempo; que mucho molesta la lluvia, que uno no puede salir, etc. Estuvimos hablando un rato sobre lo mismo.

-Así es en Bluefields -me dijo- mucho llueve allá. ¿Porque yo vivo en Bluefields sabe? Allá tengo mi casa. Yo soy la esposa del teniente Polanco. Pero es que la mamá de él no me quiere mucho y siempre nos estábamos peleando. Así es que resolvimos que me viniera para Managua, aquí donde mi prima, esta casa es de mi prima. Y aquí estoy para mientras. Pero ya no hallo las horas de que lo trasladen a otra parte o que se venga para acá, para juntarnos otra vez, pero viera que siempre nos escribimos; vea, aquí tengo todas sus cartas. Se levantó la muchacha y de una repisa tomó un rollo de papeles y me lo entregó. Lo examiné y vi que era una docena de cartas escritas a máquina con tinta morada, con muchos errores mecanográficos, en prosa familiar y cursi y en papel membretado del Comando. -Quiere leérmelas? me rogó. Me acerqué a una mesita, debajo de una lámpara contra la pared y apoyando el brazo comencé a leer en voz alta:

“Bluefields, 16 de enero. Querido Amorcito: Deseo que al recibo de la presente te encuentres bien de salud en unión de tu apreciable primita. Yo estoy bien. Amorcito; ¿Por qué te fuiste y me dejaste, ah? Mejor hubiera esperado que se compusiera las cosas, etc. etc.

En seguida leí otra:

“Querido Amorcito: recibí tu apreciable cartita del 23 del corriente, pero no has contestado la mía del 15 del corriente; sólo me decís que recibiste el cheque de 100 pesos que te mandé. Echo de menos tus besitos, aquí te mando un montón de besitos, etc. etc.

La muchacha se había sentado frente a mí. Contra el tabique estaban 3 sillas y en la de un extremo estaba ella. Mientras leía la miraba de reojo y parecía feliz, con los ojos clavados en mí, absorta por la lectura, como si era la primera vez en la vida que se enteraba de sus cartas.

¡Ya me fregó esta tipa -pensaba yo, después de leer otra misiva mas- me tiene aquí de chocho leyéndole esta correspondencia idiota que qué me importa!


“Querido Amorcito: Después de saludarte, paso a decirte lo siguiente: mi mamá me ha preguntado por vos, tal vez ya te quiere. ¿Por qué no te decidís a venirte? Tu corazoncito, que soy yo, te espera, etc. etc.

Mientras tanto afuera la lluvia había arreciado más y ya no tenía yo el pretexto de la escampada para largarme. Ella se ponía más nerviosa, revolvíase en su asiento, fascinada por mi lectura. Yo, aburrido, comenzaba a odiarla, y a mi suerte también.

“Querido Amorcito. No te había podido contestar, pero vos también escribime más. Vos sabés que te quiero mucho y es justo que me hablés algo. ¿No ves que estás solita? Pues yo también, etc. etc.


De repente ella se levantó, se sentó en la silla de enmedio y me llamó.Mejor siéntase aquí, aquí me lee mejor, siga, ¡siga! Aunque en aquel sitio la luz me quedaba un poco lejana, yo pensé: Tal vez es para escucharme más claramente. Me senté junto a ella.

“Bluefields, 19 de mayo. Querido Amorcito: Hemos estado de fiesta, pero no estoy bien, porque no has venido. ¿Recibiste el radio que te puse? ¿Qué tal has estado? Acordate de tomarte las pastillas y escribirme siempre, aunque yo no te escriba, en un tiempito te contesto, etc. etc.”.

Al terminar otra carta, la muchacha se levantó de nuevo y se pasó a la silla del extremo, quedando una de las sillas en medio de nosotros. Tocando con su mano el mueble, me dijo: -Siéntese aquí, ¿quiere? Aquí está mejor para leerme . . . -Hombre -pensé yo- ahora si me fregué; ¡esta mujer está loca, chocho! . . . -Léame esta otra carta, ¿sí?

Me pasé a la silla de enmedio. Con el rostro ceñudo, mostrando un franco desgano y con un tono de voz como si leyera una escritura pública, comencé de nuevo, por la novena carta:

“Bluefields, 2 de junio. Querido Amorcito: No me gusta estar sin saber nada de vos, aquí es bastante aburrido todo y sin vos peor. Mandame un retratito, aunque sea, etc. etc.

Ella me animaba con el gesto. Terminé la carta y comencé con un suspiro amargo la siguiente, pero cuando iba por la mitad, la muchacha se levantó y fue a la habitación contigua. Interrumpí la lectura para mientras volvía, más al ratito me llamó: -Venga, venga aquí, ¡señor! . . .

Fui con el rollo de cartas y la encontré reclinada en un diván. Tocándolo suavemente y sonriendo, muy cordial -siéntese aquí, es mejor aquí me habló muy quedito. Me quiere leer esa otra carta, por favor, ¿ah? Me senté a su lado y resignadamente comencé por duodécima vez:

“Bluefields, 17 de junio. Querido Amorcito: Te acordás que lindo aquellos momentos, cuando éramos enamorados y íbamos al “Salazar”….

De pronto interrumpí la lectura y con sobresalto sin alzar los ojos del papel, me di cuenta de todo en un instante. Me volví hacia ella y quedamos acechándonos como enemigos que se encuentran de pronto. Mirábame con los ojos muy abiertos. ¿Y qué iba a hacer yo?

Narraciones/Juan Aburto

Ediciones Distribuidora – Cultural-Managua, Nicaragua