In memoriam

RICARDO LLOPESA, NOBLE DARIISTA Y EXILIADO ETERNO

 

Por José Antonio Luna
Ricardo Llopesa, nació en Masaya y fue bautizado como Ricardo López Marín. Se exilio de Nicaragua muy joven en la Europa de la post guerra y después de residir en Paris decidió quedarse hasta su muerte en la ciudad de Valencia, España.
Poco conocido entre el público de Nicaragua, Llopesa: poeta, ensayista, narrador extraordinario; aportó valiosos trabajos literarios sobre la vida y obra de Rubén Darío, a quien consagró años de estudio.
Un trabajo sobresaliente de Llopesa sobre Rubén Darío, es la Antología personal del bardo, que prologó y que fue publicada en 2013 en México por la prestigiada editorial Joaquín Mortiz.
La sorpresiva muerte de Llopesa a los setenta años, en Valencia, ha tenido poca difusión en Nicaragua debido a los trágicos momentos que atraviesa la patria convulsionada por protestas populares en contra del régimen de turno. Pero en Valencia y resto de España su muerte ha impactado.
En este homenaje a Llopesa incluyo tres textos brillantes y emotivos que reflejan la nobleza y sencillez de este gran dariista. Dos de César Gavela y uno de R. Alfaro autores abundan en detalles íntimos que nos descubren al heredero de Darío que es un orgullo de la ciudad heroica de Masaya, la ciudad de las flores de quien Darío escribió:
“En mi memoria queda Masaya, como una tierra melodiosa y hechicera. Siempre recordaré con vagas saudades sus alrededores pintorescos, sus lagunas cercanas, sus alturas llenas de vegetación, sus paisajes dorados con oro del cielo, la gracia y sonrisa de sus mujeres, el entusiasmo sincero de sus gentiles habitantes y el clamor lírico de sus violines en la noche; sus admirables, violines, que hablan en lengua de amor, en idioma de pasión y de ensueño”.

 

RICARDO LLOPESA
Las Provincias
Valencia, España,
28 de enero de 2007
Ricardo Llopesa nació en 1947 en Masaya, Nicaragua. Cerca de allí, en la ciudad de León, unos ochenta años antes le había precedido Rubén Darío, el más revolucionario escritor de la lengua española desde los tiempos del barroco. Rubén Darío, que no nació en un país grande, ni en una ciudad famosa, sino en la provinciana república centroamericana. Por aquel entonces, en Nicaragua vivían unas quinientas mil personas: era un estado de juguete. De paz y lejanía. Aunque iluminado por las mismas palabras que suenan en las calles de Valencia, de Madrid, de Buenos Aires o Ciudad de México.
Ricardo Llopesa aún pudo conocer los últimos rescoldos de aquel mundo todavía rubeniano y tuvo ocasión de hablar con ancianos que habían hablado con el autor de “Prosas profanas”. Mundo lento, de selvática pureza, aunque ya envilecido por la casta de los Somoza: aquella sucesión de siniestros dictadores: hijos, padres y primos. Civiles unos, militares otros; ladrones todos.
En 1967 Ricardo abandonó su tierra y vino a estudiar a Europa. Y como buen latinoamericano de su tiempo, no eligió para vivir España, sino el París de Cortázar, que era mucho más divertido y libre, tan bien poblado de narradores argentinos y uruguayos, de poetas andinos, de artistas mejicanos o de ensayistas caribeños. Ricardo Llopesa se matriculó en medicina. Poco después hizo un viaje a España y, aunque aquí regía Franco y sus censuras, a Ricardo le gustó el país, las ciudades y la gente, el sol y la música del idioma, y decidió continuar su vida de estudiante bohemio aquí, aunque como alumno de la facultad de Letras, su verdadera vocación.
En su vagar por España, Ricardo llegó a Valencia y aquí se quedó. Había sido hechizado por el potente verano de la urbe, por la humedad de sus horas y por el pasar de sus tardes calurosas, donde el placer anida. Ricardo decidió quedarse en Valencia, y aquí sigue, tantos años después. Laborioso y libertario, elegante y sabio. Y con algo de personaje de novela de García Márquez.
En Valencia Ricardo Llopesa hizo muchas cosas, conoció a multitud de personas, expandió y expande su natural encanto afectuoso. Tiempo atrás, cuando era reciente la revolución sandinista, abrió un restaurante nicaragüense en la calle del Convento de Jerusalén; y comer allí se parecía mucho a hacerlo en Managua. Pero no solo por el menú. Y es que uno sentía allí que, mientras era cliente, se incorporaba a aquella ilusión de la revolución sandinista. Quimérica revolución de clérigos y militares que no tardó en resultar fallida.
Un día dejó el restaurante, se volcó en lo suyo, en lo que siempre había anhelado y sentido: en la literatura. Empezó a publicar libros de versos, y también ensayos sobre la rica tradición nicaragüense, que no termina, claro, en el extraordinario Rubén Darío. Ricardo Llopesa conoce mejor que nadie la obra literaria de aquella nación ardiente, bella y pobre, de cuya academia de la Lengua es miembro. Luego, dio un paso más y creó su editorial, el Instituto de Estudios Modernistas, donde publica versos de poetas españoles y americanos, donde hace ediciones de las obras de Rubén Darío y donde cultiva la emoción del modernismo. Su misteriosa vigencia.
Hace bastantes años que conozco a Ricardo. Nos reunimos de vez en cuando, con otros amigos. E indefectiblemente, según va pasando la noche, siempre acabamos quedándonos solos él y yo, caminando por la ciudad. Y es entonces cuando empezamos a hablar de lo que más nos gusta. Que es lo mismo que nos gustaba cuando éramos muchachos. De libros y del amor.
CÉSAR GAVELA
RICARDO LLOPESA (1)
Probablemente era el mayor enamorado de la literatura que vivía en Valencia.
Y por si eso fuera poco, su vida también fue muy literaria.
En las antípodas de cualquier burócrata de la poesía o de la prosa.
De cualquier palatino trepador.
Nació en Masaya (Nicaragua) en 1947.
Se fue a estudiar medicina a París, donde conoció a personas que habían llegado a conocer a Rubén Darío.
Y que le inculcaron el veneno de la palabra.
Un verano vino de vacaciones a Valencia
y ya nunca se iría de esta gran ciudad mediterránea.
Ruidosa, artista, libertina,
acogedora y hermética a un tiempo.
En Valencia hizo vida de escritor.
Y tuvo un restaurante de comida nicaragüense.
Conoció a todos los escritores de Valencia (y ahí van incluidas las escritoras, obviamente, señora ministra Calvo, gran indocumentada inclusiva.
Y oclusiva de la gramática).
Trataba a todos por igual.
Al escritor famoso y al desconocido que empieza.
(Y que probablemente seguirá desconocido cincuenta años después. Pero eso es lo que menos importa).
Era el mayor especialista español en modernismo.
Casi el albacea de su paisano Rubén Darío, del que hizo muchas ediciones críticas.
Alguna, publicada en sellos de prestigio, como Visor.
Él también fue poeta, y de los buenos.
Y creó una pequeña editorial en la que publicó, humildemente,
muchos libros entusiastas.
Unos buenos, y otros algo menos,
y a todos los defendió con cariño y entrega.
Era el hombre más bohemio de Valencia.
En vida, obra, esperanza y vino.
Conocía mejor que nadie el arte de seducir a una mujer.
Y muchas más cosas, algunas muy secretas y agudas, de las relaciones entre los hombres y las damas.
Daba consejos amorosos, siempre lúcidos.
Tenía muchísimo gusto como crítico; en seguida valoraba un texto,
y siempre certeramente.
Era dulce, era bueno, noble y divertido.
Tuvo una vida de mucha modestia.
Incluso, ya sesentón, anduvo de vendedor ambulante por los pueblos.
En compañía de su querida mujer.
Hace tres años le ofrecieron dirigir una revista literaria en Madrid,
pero no pudo aceptar, empezaba a estar ya bastante enfermo.
Hace dos años viajó por Rusia, como delegado de la academia de la Lengua de Nicaragua, de la que era miembro.
Alguna vez viajaba a su desdichado y hermoso país.
Él había sido sandinista hasta que vio la trampa de su estafadora retórica.
Inteligente y cordial, jamás aspiró a otro reino que a hablar de versos y prosas.
Y a charlar con los amigos, a no tener nunca prisa en volver a casa.
Parecía un patricio del Caribe.
Y siempre estuvo un poco fuera de todo; le gustaba eso.
No era de aquí, no era de ninguna parte al final.
Es decir, era un sabio también ahí.
Hoy murió después de llevar un año muy enfermo.
Yo le mandaba mensajes para vernos, pero nunca me los contestaba. Como tantos, no sabía de su dolencia.
Deja una gran pena en sus amigos,
que saben muy bien de su originalidad y su grandeza.
Era un aristócrata de la estrechez,
de la pasión por la palabra,
del amor al rico y prodigioso
idioma castellano,
al español y al americano.
Yo siempre recordaré cómo lloraba, abrazado a mí, en el entierro de mi mujer.
Unas semanas antes había estado en casa ofreciéndonos consejos,
proponiéndonos dietas y dándonos ánimos.
Como todos los aficionados a la literatura de Valencia que le conocimos, hoy lo lloro, lo lloramos.
Al gran Ricardo Llopesa.
Al maestro dulcemente caótico, como un niño grande.
Sí, siempre fue un niño, nunca abandonó la inocencia.
Y siempre fue un hombre
fascinado por el amor.
Cocinero, noctámbulo, trotamundos, y, sobre todo,
enamorado de la belleza que forman las palabras
cuando las junta quien sabe juntarlas.
¡Hasta siempre, queridísimo Ricardo Llopesa!
Todos los que te hemos conocido
seremos guerrilleros de tu memoria.
César Gavela.
Valencia, 27 de julio de 2018.

 

ADIOS A RICARDO LLOPESA
Por: R. Alfaro
www.levante-emv-com
Ha muerto Ricardo Llopesa, fundador y presidente del Instituto de Estudios Modernistas; poeta y estudioso de la Poesía; enamorado de Rubén Darío y embajador en València de su Nicaragua natal.
Incansable agitador cultural, capaz de cualquier gesta en materia de expansión didáctica de la literatura; un hombre que ha sabido ganarse el respeto de todos los compañeros y capaz de marcar un magisterio incontestable en esta tierra tan poco dada a los respetos y los magisterios.
Nacido en Masaya, ciudad atormentada en estos momentos por los duros momentos que pasa la sociedad nicaragüense, vino a estudiar a España y ya en los años sesenta se instaló en València, donde conoció a su esposa Rosa, con la que tuvo dos hijos.
Abrió restaurantes -era un excelente cocinero – y exploró nuevas propuestas de difusión de la Poesía, con tertulias y charlas que se hicieron célebres. Era el máximo especialista mundial en la figura de Rubén Darío, a quien profesaba una admiración sin límites. Además de estudios pormenorizados de su obra presentó las versiones más fidedignas de los originales darianos; se sabía de memoria todos los versos de su paisano, hasta el punto de considerar los mágicos textos de Rubén Darío como una verdadera vida para su desarrollo vital.
Además de prodigarse en todo tipo de actos públicos, abría las puertas de su casa con una generosidad encomiable: quien iba a saludarle un rato para hablar de cuestiones poéticas pasaba varias horas de charla, donde nunca faltaba una propuesta gastronómica que elaboraba al instante.
Era un genio en muchos sentidos y convirtió su hogar en un verdadero templo del saber; primero en su vivienda de la Olivereta y luego en la avenida Pérez Galdós. Le acompañaba siempre su esposa, una mujer sabiamente bohemia que es una artista de las manualidades y la vestimenta. Formaban un dúo inenarrable, digno de un libro o incluso una película; personajes entrañables y peculiares de una Valencia cultural que nunca volverá a ser la misma.
Normalmente nadie dice nada malo de una persona cuando acaba de fallecer, pero el mérito de Ricardo Llopesa es que jamás se dijo nada malo de él en toda su vida, y su trayectoria es aplaudida por intelectuales y escritores de todos los sectores literarios de la ciudad.
Aunque nació nicaragüense, Ricardo Llopesa fue un gran pensador y un gran escritor valenciano. Descanse en paz y gracias por todo lo que nos dio en vida.