LA FIGURACIÓN DEMONÍACA

IN MEMORIAM

(PRIMERA PARTE)
Introducción a la poesía de Carlos Martínez Rivas-CMR

Por Álvaro Urtecho Lacayo (Rivas, Nicaragua 1951- Managua 2007)

“Tímido, desprovisto de dinamismo, el Bien es incapaz de comunicarse; el Mal, muy por el contrario, quiere transmitirse y lo logra, puesto que posee el doble privilegio de ser fascinante y contagioso. De este modo, se ve más fácilmente extenderse y salir de sí a un Dios malo que a un Dios bueno”.
E. M. Cioran, El aciago demiurgo
Sísifo aventurado, terco Prometeo, desafiante Job, el hombre, esa criatura caída, no acaba nunca de fascinarnos con el incesante despliegue de la búsqueda de sí mismo. Búsqueda que es pasión, encuentro y revelación: revelación de lo exterior a partir de lo interior, de lo interior a partir de lo exterior, conocimiento del universo desde la conciencia, ensimismamiento y trascendencia. El hombre fascina, seduce, y a través de cada una de sus construcciones espirituales y simbólicas, se yergue a manera de espejo en cuyas aguas Narciso abreva taciturno. El espejo es único pero la visión es múltiple, diversa, plural, relacionante, ambigua. Al fondo de esa pluralidad de formas, tras la malla porosa de esos tejidos, está la criatura, la caída criatura gesticulando, llorando, iracunda, absurda, eufórica, consciente de la imposibilidad de igualar al Creador, resignado a su baba azulenca.
¿Por qué prosigue el espectáculo? ¿Por qué persiste la serie de estremecimientos, fulguraciones, sombras, lamentaciones, epifanías, figuraciones y configuraciones que llamamos arte, poesía, drama? ¿Por qué la perennidad del espectáculo?
“Ángel o marioneta”, dice Rilke en su Cuarta Elegía Duinesa, “ahora al fin hay espectáculo”. El hombre, mitad demonio, mitad ángel, asiste al espectáculo: participa en él, es parte de la trama, goza y sufre, ama y sueña, se aproxima a los cirios del altar, palpa el cáliz de la Fiesta, prueba el gusto de los alimentos terrestres. Criatura caída, ama la destrucción, lo prohibido, lo Otro, sabe, como Lucrecio (según refiere Camus en El hombre rebelde) que el Mal no puede ser castigado si vemos desde ahora que el Bien no es recompensado. Prisionero de su atroz dualidad, anhela la otra mitad de sí mismo y, absorto Hamlet, balbucea la pregunta: “ser o no ser, he ahí…”, y guarda la calavera… Es un poseso, no hay duda, Sócrates en la antigua Grecia lo decía, poseso por el demonio (el daimon), pero no importa, no: infierno o paraíso, ¿qué importa? Al fin y al cabo, lo que interesa es mantener esa tensión que lo asemeja al demiurgo y lo incita a ir más allá, hacia los límites, hacia lo último o, como diría Baudelaire en “Le voyage”: au fond de l ‘Inconnu pour trouver du Nouveau (“al fondo de lo Desconocido para encontrar lo Nuevo”). No importan el Bien ni el Mal, paraíso o infierno. El ser de lo humano, lo humano del ser está ahí, y no gusta de fijaciones maniqueas ni de categorías abstractas: ama la contradicción, la ambigüedad, la máscara. Inmerso en la rareza exuberante, el hombre no acaba de entender los entresijos de la Creación, ese escándalo de escándalos, y se rebela: su rebelión supone condenación, pero también revelación, desciframiento de lo Oculto, percepción de lo Invisible. De ahí la lucha, el forcejeo del hombre con lo absoluto, el deseo fatal de superar la dualidad y reconciliarse con el Todo, fundiendo así cielo y tierra. De ahí las palabras del poeta (actor, espectador, irrisorio demiurgo), su don de fijar en la música verbal el estigma de una vocación demoníaca (y a la vez angelical) que no acaba de manifestarse sino en el apartamiento del silencio y de la muerte. Mas toda experiencia poética es limitada como limitada es la vida del hombre y su paso fugaz por la tierra. El poeta lo sabe y detiene la mirada en los seres y en las cosas, procurando extraer su esencia última:
“Y ante ese percatarte fuiste y fueron tus ojos
y el ver más puro fue que hasta entonces sobre los seres se posara. No obstante, los mirabas sólo con una boba pupila sin destino,
sin retenerlos amor o el odio”.
Estos versos, pertenecientes al “Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos”, al aluden a ese momento clave en que el poeta, en la remota infancia, se da cuenta que existe, y da rienda suelta a su mirada, a la pureza de la mirada y la extrema novedad (descubrimiento del ser ahí) de lo mirado (“y el ver más puro fue que hasta entonces sobre los seres se posara”). Carlos Martínez Rivas, CMR, (1924-1998), en su inolvidable poema al joven autor del “Canto de guerra de las cosas”, fallecido a los 33 años, afirma la radicalidad del acto poético como experiencia profunda del Ser. El poema no sólo es importante por sus valores emotivos, anecdóticos, celebratorios, sino por la aclaración del mundo fenoménico a partir del establecimiento y fijación de la esencia.
No sé si el empecinado autor de La insurrección solitaria (1953) conocía a Husserl, a Heidegger o a Merleau Ponty. Lo cierto es que sus versos manifiestan un orden conceptual afín a la hermenéutica fenomenológica:
“Todo había una esencia dentro de sí. Un sentido sentado en su centro,
inmóvil, repitiéndose
sin menguar ni crecer,
siempre lleno de sí, como un número.

Y esa lista de nombres y esa suma total tú la tendrías que hacer para el día
de la ira o el premio.
Y al hacerla, pasar tú a ser ella misma.
Porque también te dieron a ti un nombre. Para
que de todo esto lo llenaras como un vaso precioso.
Que de tal modo dentro de ti lo incluyeras
–las noches estrelladas, las flores,
los tejados de las aldeas vistos desde el camino–
que al nombrarlo te nombraras
tú. suma total de cuanto vieras”.

No cabe duda de que en el “Canto fúnebre…”, uno de los poemas capitales de La insurrección solitaria, hay una búsqueda de la originalidad del acto poético y, por lo tanto, de las relaciones vinculantes entre el Yo y el Mundo. Más aún: hay la enunciación de una teoría del poema. Así, retomando la idea de estirpe baudeleriana (el poema como crimen perfecto, como resultado del entendimiento y el cálculo), dice:
“De este modo elegías tú el adjetivo,
la palabra, y el verso cuyos rítmicos pasos
como los de un enemigo acechabas.
Hacer un poema era planear un crimen perfecto.
Era urdir una mentira sin mácula
hecha verdad a fuerza de pureza”.
Como vemos, la doctrina esbozada en esta estrofa explica una de las claves fundamentales del universo Carlos martiniano. La devoción por la palabra como sustrato irreductible, el gusto fanático por la precisión, la sobriedad, la economía verbal, la mot juste, serán características del poeta, no sólo en La insurrección solitaria y en ese bellísimo poema en tres escalas y un prólogo titulado miltonianamente El paraíso recobrado (1943), y escrito a los 19 años, sino en su vasta y diversificada obra posterior. Convertir la mentira en verdad, hacer verdad la no-verdad, darles esencia a las apariencias, es tarea del demiurgo. Y esto sólo es posible a fuerza de palabras: las palabras purificadas de la tribu. El planteamiento y desarrollo del discurso no depende de ideas o de temas, por más respetables y grandiosos que sean, sino del movimiento rítmico de la frase, o sea, de las palabras en conjunción y disyunción, cópula y dispersión. La poesía, para Carlos Martínez Rivas, es un juego bien serio (por eso admira tanto a su compatriota Joaquín Pasos, ese santo de la poesía), un ejercicio torturador que reclama total entrega y supone la ruptura del poeta con la comunidad de los hombres y las leyes:
“Difícil es y duro el luchar contra el Olimpo
acuoso de las ranas. Desde muy niños son
entrenados con gran maestría para el ejercicio
de la Nada.
Mucho hay que afanarse porque lo Otro sea advertido.
Y, aun así, pocos son los que entre el humo
y la burla lo reconocen”.
“El infierno son los otros”, dice Sartre. Confieso que mi lectura de La insurrección solitaria ha ido pareja a la meditación de esa frase. Hay en esta obra fundamental toda una teoría de la Otredad. Consciente del vacío dejado por los dioses (tal como lo demuestra Heidegger en su estudio sobre la poesía de Hölderlin), conciente del extrañamiento experimentado por una humanidad que ha perdido su identidad y sus raíces, procede a la desmitificación de los dogmas consagrados de los lugares comunes y afirmar la pavorosa soledad e irreductibilidad del propio Yo:
“Hoy, el Espíritu Santo ya no es pan común
sino que cada uno oye al del otro, extraño al suyo,
zurear a su lado. Y ante cada rostro
afirmándose la desemejanza de otro rostro.
Y nombres propios.
Tortuosa, sonsacona, la zagala.
Detractor el prójimo rechinando a tu vera.
Difícil cada vez más la poesía…”.

DEL EXTRAÑAMIENTO AL EXCELENTE DISGUSTO
Publicado por primera vez en 1953, en la Editorial Guaranía de la Ciudad de México, La Insurrección Solitaria sigue manteniendo hasta hoy su frescura intacta, su visión penetrante y renovadora, su capacidad desmitificadora siempre juvenil y crítica, su dicción y ritmo enraizados en la pasión de las ideas y el pensamiento puro. Un libro que ha sido considerado una especie de manual de versificación más que un simple libro de poemas o poemario, pero también, agregaría yo, un tratado de meditación, una expresión de la pasión vital desde diversos ángulos, porque siempre sus versos nos persiguen y nos quitan el sueño, nos inquieren hasta el fondo del rictus o la risa, exigiéndonos un estado de despojamiento total. Como Las flores del mal de Baudelaire, La insurrección… es de esos libros que lo seducen a uno, lo transforman o lo enervan o lo envenenan, que reactivan la sensibilidad y la inteligencia. Y es que Martínez Rivas no admite una lectura epidérmica puramente estetizante. Su obra admite varias lecturas, es polisémica, como dicen los críticos y profesores de hoy en tanto su discurso brota de las fuentes más ocultas del lenguaje, que son las fuentes ocultas de la vida. Un lenguaje cifrado, pero abierto para todos, para todo el que quiera emprender el viaje a lo nuevo y desconocido, “al decorado inmediato / y las palabras del presente / desvanecentes necesitando / de muy pocas letras para morir, para todo el que quiera encontrar en sus textos el “propio negro corazón tornasol” en donde se hallan “los signos, las letras de hoy, los calamares / en su tinta”, para todo el que quiera penetrar en los misterios carnales y esqueléticos del lenguaje, del verbo en carne viva. Algo de eso hay en su perfecta y acerada elegía a Lorelei, esas cuatro cuartetas en eneasílabos, en donde presenta, con reminiscencia de su adorado Edgard Allan Poe, a su amada, a su maga de negro, al pie del cadalso diciendo adiós:
“Sólo el arco de la nuca
rapada –vimos– y la marcha
lenta del cortejo y el hacha
con sangre como media luna.
Pero nos miró. Confiándonos
–delante de todos y de nadie–
su secreto, que he de revelarle
al mundo en lenguaje cifrado”.
Un lenguaje cifrado: he ahí otra de las claves de esta poética sensual y reflexiva a la vez, clásica y romántica, antigua y moderna, severa y desolada, y a la vez llena de colores y de olores, poblada de mundo y sabiduría. Sin embargo, por su claridad iluminadora (tanto la poesía de La Insurrección… como la de su vasta obra posterior, contenida en ese libro múltiple titulado eufóricamente Allegro Irato y en los Estatutos de la Pobreza) no la podemos adscribir al esoterismo ni identificarla con la teoría del poeta como médium o vidente, teoría muy del gusto de Huidobro o de Octavio Paz, para no hablar de los surrealistas o de los neobarrocos como Lezama Lima o Severo Sarduy. CMR tiene el gusto por lo cifrado en tanto lo cifrado participa de la revelación y el trance de los místicos y de los grandes poetas románticos y simbolistas, pero lejos está de la cofradía de poetas esotéricos que gustan de la oscuridad por la oscuridad, que le dan vuelta a las imágenes para oscurecerlas. Martínez Rivas se aparta claramente de los surrealistas y neobarrocos, así como de la llamada “poesía social” o de “protesta” de gran moda en los años 50, 60 y 70, lo cual no quiere decir que su poesía no tenga “contenido social”. Al contrario, en la misma Insurrección hay protesta y crítica social y política, y en los últimos tiempos de su vida profundizó en ella como se verá en la lectura de Estatutos de la Pobreza y otros asuntos con ella relacionados, inserto en esta edición como un libro compacto y orgánico.
Por eso es que La insurrección solitaria, obra publicada en una fecha crucial de la poesía moderna en nuestra lengua, sea sumamente excepcional: porque no se parece a ninguna otra poesía, porque revela un lenguaje absolutamente original. Un poeta que une la tradición romántica (el pathos, el arrebato demoníaco) con la tradición clásica (el héroe asistido por los dioses, la nostalgia por la nobleza espiritual y moral que es también nostalgia por la Belleza en su sentido puro). Lejos de los juegos metafísicos espejeantes de Octavio Paz, así como de la retórica pantanosa de Neruda, lejos también de los ideólogos metidos a poetas, sustitutos de los teólogos. Y es que una de las lecciones fundamentales de la obra carlosmartiniana es la convicción profunda de que la poesía tiene que enseñar, de que la poesía no sólo consiste en el placer del texto, el goce del sentido a través de la alquimia verbal (“equivocarse en el ritmo de una frase es equivocarse en el sentido de la frase”, decía Nietzsche en Más allá del Bien y del Mal), sino la exposición de la verdad, aunque no a la manera de los profesores de filosofía o de los filósofos sistemáticos. No se trata tampoco de un surgimiento del neoclasicismo a lo Pope, Voltaire, Meléndez Valdés o Salomón de la Selva. No: tampoco se trata de enseñar reglas y recetas para aplicar. CMR es más bien un hombre, un pensador-poeta, un visionario del linaje de Heráclito, Séneca, Pascal, Nietzsche, Rimbaud y Cioran para los que el refinamiento y la cultura son inseparables del instinto, es decir, de la vida, de la vitalidad, de la pasión, de la “lucidez apasionada” como diría el rumano Cioran, tan admirado y estudiado por nuestro poeta. Sólo así podemos tener una cabal comprensión de un libro como La insurrección solitaria, conjunto de 39 poemas divididos en tres secciones que constituyen, más allá de la variedad y heterogeneidad de sus formulaciones estilísticas una unidad orgánica en cuanto a la expresión lúcida de la rebelión individual frente al sistema social, la rebelión del hombre solitario frente al establishment, el dibujante contra el Monstruo.
Lo primero que nos llama la atención en este libro, todavía no leído ni conocido como se debe, es el extrañamiento, el extrañamiento del hombre en el mundo, la tragedia del ser escindido y separado, como lo comprenderían Hegel y posteriormente los pensadores existencialistas. El ser desgarrado en un mundo extraño para sí y para los otros. El ser en el mundo alienado, el “mundo vasto, supermodelado y vacío”, como diría el poeta en su “Retrato de dama con joven donante”. El extrañamiento que se revela en el poema que abre precisamente el libro, “Pentecostés en el extranjero”. Este sentirse extraño, este sentido de la otredad, corre parejo con el convencimiento de la alienación del poeta en el mundo moderno, mundo que ha cortado sus lazos con lo sagrado, cercenando los espacios colectivos de la imaginación creadora, natural en todos los seres humanos.
El extrañamiento, primera fase de la envolvente secuencia insurreccional, es también extrañamiento y asombro frente al Eros, frente a la experiencia erótica que, según Georges Bataille (uno de los maestros franceses de CMR) pertenece al ámbito de lo Sagrado: “El erotismo difiere de la sexualidad animal en tanto replantea la vida interior. El erotismo es aquello que replantea al ser dentro de la conciencia. El desequilibrio en el cual el ser se cuestiona a sí mismo conscientemente… La experiencia interior del erotismo exige del que la tiene una sensibilidad igual para la angustia que funda lo prohibido, que para el deseo que lleva a infringirlo”. Retomando la figura bíblica de Nabucodonosor entre las bestias, según el Libro de Daniel, IV, 33, el poeta nos revela las cifras de lo Sagrado a partir del embrutecimiento de la materia henchida y pletórica, “donde la forma más ardiente y deliciosa de una virgen / ofrece a tu libertad un orden, / donde / el espacio se abre y vuelve a cerrarse / tras su acento exaltado. / Es de allí que volví embrutecido”.
Este extrañamiento lo lleva a formular una rebelión radical frente al Orden Establecido, rebelión demoníaca que nos recuerda a la de Byron, Vigny o Lermontov; rebelión de ángel caído, de ángel luciferino. La rebelión del héroe que se ve obligado a cometer el mal por la nostalgia de un bien imposible, como lo dice Camus. “El príncipe del mal no ha elegido su camino sino porque el bien es una noción precisa y utilizada por Dios para designios injustos. La inocencia misma irrita al Rebelde en la medida en que supone una ceguera de engaño… Puesto que la violencia está en la raíz de la creación, le responderá una violencia deliberada”, afirma Camus en El hombre rebelde.
No es que el poeta pretenda ser un ángel o un demonio en sentido estricto, como se creería a simple vista, sino, como comentó acertadamente Octavio Paz, al reseñar la aparición de La insurrección…, que pretende alcanzar su cabal estatura de hombre, encontrar su perfil de hombre entre los hombres. Por eso se rebela, porque sospecha que el Orden Establecido es un orden podrido, justificado por leyes ciegas e infernales que nos quieren arrebatar los impulsos de vida. “Su rebelión es contra lo inhumano”, afirma Paz, “la rebelión solitaria es legítima defensa pues ahí, enfente, actual y abstracta como la policía, la propaganda o el dinero, se alza la ola de la Tontería, la ola tumultuosa de los tontos. El joven lucha contra la ola con uñas y dientes y palabras. Sobre todo, con palabras, únicas armas del poeta”.
Así, en “Petición de mano”, exclama:
“Es contra nosotros que se han casado.
Es contra ti y contra mí, amor mío,
que ellos se retiran temprano a su trabajo:
los productores, los engendradores, los publicadores de libros.
Son el Demonio. El Demonio, más activo que Dios.
Es el Diablo y su banda de muertos laboriosos”.
“Es contra nosotros que se han casado.
Es contra ti y contra mí, amor mío,
que ellos se retiran temprano a su trabajo:
los productores, los engendradores, los publicadores de libros.
Son el Demonio. El Demonio, más activo que Dios.
Es el Diablo y su banda de muertos laboriosos”.
En su figuración de lucidez radical, en el entramado de su dialéctica negativa, en su categórica ética y estética del No, concibe a la sociedad triunfante, al Orden Establecido y sus leyes como un reino demoníaco, un reino alienante de la impostura que está en contra del flujo erótico, contra los cuerpos deseantes que deben avivar permanentemente el ocio y el “presente de poderosa caducidad”, frente a la metafísica desierta de los códigos y órdenes prohibitivos.
No puedo menos que afirmar que esta actitud ética existencial, que algunos calificarían de nihilista, concepto controvertido, explica el empecinamiento de CMR en no solo no publicar el Libro o los libros sino en no escribir, en no realizar la Obra Maestra, como muy bien pregona en su “Memoria para el año viento inconstante”, poema libérrimo y de cierta ascendencia surrealista, uno de sus textos más raros e indescifrables: “Sí, ya sé. / Ya sé que lo que os gustaría es una Obra Maestra. / Pero no la tendréis. / De mí no la tendréis”. En este insólito texto, repleto de magma verbal irracionalista, despliega una frondosa meditación sobre la indefinición de la naturaleza humana. El poeta se rebela contra el concepto de cultura oficial, la cultura acartonada, bancaria, la cultura de la plutocracia que guarda los objetos culturales en museos llenos de pesada languidez y aire sepulcral, la cultura separada de la vida que fluye libre en los márgenes del Poder: “Irse sin dejar nada pendiente con la figura / que toca el pífano y el tambor en el Cristo de los Ultrajes de Grunewald. / En paz con el exigente Maestro de la Leyenda de Santa Úrsula”. Una crítica radical que implica una visión irónica de la cultura académica tradicional y escolástica con su “larga, accidentada, alucinante teoría de los géneros y los estilos”. En fin, la transmisión tradicional del conocimiento puesta en tela de duda. El poeta opone todo este mundo de autocomplacencia y de buena conciencia al mundo informe y caótico de la imperfección y el anonimato:
“Si no estuviera el otro. El difuso
terco mundillo del amanecer.
La pululante línea de la imperfección y el anonimato”.
Del extrañamiento y la rebelión frente al orden establecido, pasa a describir la alienación del vasto mundo “plástico, supermodelado y vacío”. “Retrato de dama con joven donante”, monumental poema que incluye no sólo una descripción plástica y fenomenológica del mundo exterior, sino un develamiento de la interioridad femenina constituye de por sí una de las piezas capitales de la poesía moderna en nuestra lengua.
Dividido en cuatro movimientos o secciones, el “Retrato…” se inicia con una exaltación de la juventud como un estadio de formación “y no agrupado como la madurez”. La época de la disipación y el goce extremo de los placeres terrenales, con sus referencias intertextuales de Darío y Hesse (“dice a su juventud, a su divino / tesoro dícele: Solo espero / que pases para servirme de ti”). A esto se opone la necesidad de “aprender a sentarse, empezar a tener una cara que ofrecer y vender, la edad del adulto responsable, las poses venerables de Carlyle, Emerson o don Pío Baroja con su boina “y todos los otros octogenarios, los que no escamotearon su destino, / el propio, el que vuelve al hombre rocín / y acaba solo gafas, terco bigote individual”. Sin embargo, Martínez Rivas, fiel al movimiento discontinuo y exuberante de la vida, fiel a lo que llamamos “el vano afanarse de la tribu”, se pregunta si esa cara responsable y seria de los hombres realizados y retratados en viejos sillones de cuero, es la verdadera y no la otra, la del hombre imperfecto y trashumante que no aspira a la integración y al reconocimiento social (el hombre de la fourmillante cité cuyos movimientos expresará más tarde en sus catárticos “Murales USA”) o sea, la cara contrahecha y terrible de los malditos y locos, la de los Van Gogh, Verlaine, Rimbaud, Kleist, Strindberg, Nietzsche y tantos otros. La cara del artista rebelde y demoníaco empeñado en encontrar lo Nuevo, la cara de los “horribles trabajadores” empeñados en ser “absolutamente modernos” como quería Rimbaud, para añadir “un paso más a la larga cadena”. No trabajando en el ejercicio de la Nada, es decir, el mundo del trabajo alienado y mercantilizado, sino en el deseo de cambiar la Naturaleza, como las estaciones, como lo deseaba Van Gogh luchando con los colores en Arlés o en Provenza, o Nietzsche trabajando, como un martillo sobre el yunque, las estrofas incendiarias de su Zaratustra, o Lautreamont y sus figuraciones monstruosas en la aceitosa noche oceánica, o Baudelaire, el hombre que no podía imaginar la Belleza sin la presencia de la Desdicha.
El rostro del “vasto mundo plástico, supermodelado y vacío” en su descripción plástico-concreta. Descripción fenomenológica en cuanto inventario de datos fácticos y empíricos (lo que está ahí, lo a la mano, como diría Heidegger) es un inventario de los datos inmediatos de la conciencia:
“El árbol con pie de caimán.
La esponja con cara de queso Gruyere,
y viceversa.
El viejo de la esquina, el que vende cordones para
zapatos, peludo de orejas, animal raro,
Nabucodonosor amansado.
Una lora en su estaca moviéndose
peculiarmente. Mostrándonos su ojo
viejo, redondo, lateral.
Los moluscos, temblorosa vida
en la canasta que contemplan
tan serios el niño y la niña.
El perro en la cantina, debajo de su mesa favorita,
temible a causa de su bozal.
………………………………
Todo incomprensible (en apariencia) o idílico, pero
inasistido, no azotado por el error, vivo dentro de un cero
en la impotencia de lo sólo evidente”.
Universo definido al final como “un infierno ocioso abandonado por los demonios, / condenado a la paz”. El mundo del Bien (el orden de la racionalidad y la virtud, de los propósitos y fines ordenados) contrapuesto al mundo del Mal (el del arrebato demoníaco, el del presente que hay que vivir en ocio reavivado y llameante). La dualidad baudeleriana infierno-cielo, cielo-infierno.
Después de este contrapunto de descripción y reflexión omnicomprensiva, el poeta nos sumerge en su “noche oscura del alma, en la caída súbita o trance místico:
“Si esta noche quisiera el alma hundirse
en la infamia o la ira
hasta el fondo, hasta que el pulgar del pie brille contra la roca en la tiniebla
del agua: y desde allí intentara
una vez más bracear, cerrar los ojos,
hundirse aún más hondo, no podría”.
Enseguida pasa a elaborar imágenes que aluden a la naturaleza alienada y cosificada del idioma y a la alienación de las habladurías y tonterías, falsas novedades que se ofrecen como verdades en el mercado de la mundanidad:
“Inclinada sobre el idioma, sobre el pastel de ciruelas, lo consume y consúmese ella disertando”.
Y siempre, constante presente en toda su obra, la presencia del pecado (trasunto insoslayable del mal, persistencia que nos recuerda la condición de la criatura caída en rebelión contra el Creador), el pecado “ya en acción, zumbando desde lejos, / desde antes sabido, realizado y ceniza”.
Al final, en el último movimiento del poema, aparece la mujer, la Dama, la Nada Femenina, el Eterno Femenino de que hablaba Goethe, la otra mitad del mundo, según palabras de Breton, y que aquí, en este monumental poema, actúa como salvación del hombre y del poeta. La oposición del Yo varonil a la enigmática naturaleza femenina, casi tan enigmática y fantástica como la del mundo animal. La feminidad, la Nada femenina ha entrado en el mundo de los hombres, y en el mundo del poeta, como efecto de una lógica devastadora:
“Algo que entró en el cielo excluido de lo suficiente. Sí algo
con la lógica de lo simple,
la forzosidad de lo perfecto,
la inteligibilidad de lo necesario”.
¡La inteligibilidad de lo necesario”: una frase digna de la Fenomenología del Espíritu de Hegel! La Necesidad, representada por la mujer, la Nada femenina aprehendida por la inteligencia desasosegada y angustiosa del Yo varonil. El caos primigenio que busca como convertirse en Forma:
“Es el interior de la concha.
La Nada femenina. Allí,
aún sin aletas y sin ojos
un caos se defiende, más
cerca del huevo que del pez”.
Precisamente uno de los poemas más enigmáticos de CMR, “En la carretera una mujerzuela detiene al pasante”, plantea, en cierta forma, la visión de este caos vulvar ancestral, la afirmación de que la mujer (la Nada aleteante amniótica y prenatal) es anterior al hombre, de que el hombre ya está contenido en la mujer, idea expresada y profundizada por Rilke en su poesía y en algunas de sus cartas… “En su vientre lo conservaba / cada mujer. No encinta de / un hijo de él sino preñada / del”. ¿Fijación edípica, como asegura Alejandro Bolaños Geyer? Creo que en todo artista sensible hay algo de esencia femenina, en cuanto percibe y siente los dolores y desgarramientos de la creación, en tanto se deshace y aparta de lo que podríamos llamar racionalidad vigilante y represora; hay algo evidentemente de recuerdo, de deseo de la figura materna (Leonardo pintando la sonrisa de la Gioconda, recordando la sonrisa de su madre), pero la hermenéutica freudiana, aplicada dogmáticamente como lo hace Bolaños, no explica la especificidad ni la razón profunda de la obra de arte, así como Sartre no explica en su famoso libro sobre Baudelaire la esencia y los alcances de la poesía de éste.
Más bien, veo una coincidencia con la visión rilkeana del poeta como criatura especial y sospechosamente amada por las mujeres y protectora de éste. El poeta amado por “las crías de pecho, / las niñas sin pecho /, las mujeres en pecho / las despechadas”. Rilke decía que el encuentro con una mujer no era un conocimiento sino un reconocimiento. O sea, que al conocerle la reconocía, le recordaba un tiempo anterior, un tiempo prenatal entrevisto en un velo de sombra.
Esta visión de la mujer como espacio materno envolvente, como Totalidad genésica, la vemos más claramente en la estancia sexta del Exordio de INFIERNO DE CIELO, séptima sección de Allegro Irato:
“¡plañía en sueños solo
(solo como
cuando aún
no había visto
a mi madre y hacíame nacido
sólo yo) y TODA
la mujer era SORDA-
MENTE TU!”
Otros de los elementos fundamentales de La insurrección… es la erotización de lo Sagrado, que significa también una sacralización del Eros, presente en casi toda su obra pero específicamente en tres poemas claves del libro: “Beso para la mujer de Lot”, “Alegoría de las vírgenes prudentes” y “Eunice”.
“Beso para la mujer de Lot”, uno de los poemas más conocidos y recitados de nuestro poeta, contiene toda una desmitificación de la mitología bíblica al formular poéticamente una humanización de personajes bíblicos: Lot, la mujer de Lot y su familia. Humanización generosa, noble, caritativa y cervantina que supone por parte del poeta la existencia de un amante de la mujer de Lot, que al intentar volver la vista atrás para reconocerlo en medio del desastre, quedóse convertida en estatua de sal, y de ahí la dramática pregunta del poema:
“¿Dime tú algo más?
¿Quién fue ese amante que burló al bueno de Lot
y quedó sepultado bajo el arco caído
y la ceniza?”
Otro tema bíblico, el de las Vírgenes Prudentes, le sirve para profundizar en la experiencia erótica como abertura y centro absoluto de lo Sagrado. El cuerpo como introducción al sueño y a la muerte:
“Aquí vas a rasgar el velo.
Aquí vas a inventar el centro.
Aquí vas a tocar el cuerpo
como toca un ciego el sueño.
Aquí podrás soplar y apagar tu secreto.
Aquí podrás ya quedarte muerto”.
En “Eunice”, dedicado a la poetisa costarricense Eunice Odio, humaniza no solo a los ángeles ajetreados en la catarsis erótica sino “al Dios mismo en plena tarea, con las dos medialunas de sudor alrededor de las axilas”. La Belleza, según el poeta, existe para salvar al hombre de la pura espiritualidad. La Belleza, ese “nombre animador y andadero”, es materia de “dorada corteza” que lucha para “salvar al hombre de la Divinidad en bruto”.
Tocar un cuerpo, para CMR, es tocar el cielo, coincidiendo con Novalis y su búsqueda de lo Real Absoluto, y en quien se inspira para escribir un poema de precisión ascética-gongorina en donde afirma esa paradoja del poeta y filósofo romántico alemán: “Es intocable el cuerpo humano / como el cielo es intocable”. (“No se ve cuando se toca, dijimos”, dirá más tarde el poeta en “Los testigos oculares”).
EL MONSTRUO Y SU DIBUJANTE, tercera y última sección de La insurrección…, es la más incisiva desde el punto de vista político y social, tanto por su forma epigramática (expresión de la inteligencia crítica por excelencia) como por los temas que toca: la aristocracia decadente, el mundo de las arpías y los poetastros, el mundo de las falsas relaciones sociales o relaciones alienadas, la visión irónica de la femineidad y sus trampas, el desenmascaramiento de la hipocresía familiar y social. No es extraño que la sección lleve un epígrafe de La Lozana Andaluza (“y no quiero ir porque dicen después que no hago sino mirar y notar lo que pasa, para escribir después, y que saco dechados”). El poeta, armado de su cuadernito frente al Monstruo, representado por la Sociedad y sus enemigos:
“Me presentan mujeres de buen gusto
y hombres de buen gusto
y últimos matrimonios de buen gusto
Decoradores bien avenidos viviendo en medio
de un miserable e irreprochable buen gusto.
Yo sólo disgusto tengo.
Un excelente disgusto, creo”.
Estamos frente a un poeta que está proponiendo una épica crítica del Yo frente a los otros, sustentada en una ética insobornable y huraña que servirá de base a una buena parte de su obra posterior.
Como dice Julio Valle Castillo, “en el sistema simbólico de CMR, el monstruo, además de él, es la sociedad, y el dibujante (arquetipo, paradigma del artista) es el poeta que, por vidente es, como ya sabemos, rebelde y crítico. La relación del artista con la sociedad está definida por contradicción y su posición es la del testigo de la acusación: el dibujante pretende ser la conciencia crítica de la sociedad, aunque no oída y desautorizada por la misma sociedad. El dibujante va tras el Monstruo: se coloca a su sombra o frente a él y, al igual que Goya, anota, traza, burila, graba sus planchas metálicas, denuncia y renuncia, levanta su testimonio, declara; de ahí sus “caprichos, aguafuertes y goyescas”.
PASION Y VERDAD DEL FRAGMENTO–HACIA UNA POÉTICA DE NUESTRO TIEMPO–
Aparte de La insurrección solitaria, ¿dónde están los otros libros de CMR, los anunciados y no anunciados, los que dejó ordenados, desordenados, difusos o simplemente en proceso? Esta es una pregunta que se hace no solamente el público en general, sino los conocedores de su obra que fueron sus amigos y lo trataron en su intimidad literaria y humana. Y es que el proceso creativo de la poesía carlosmartineana, el misterio de su creación, la materialización y formalización de su escritura es algo que va más allá de los paradigmas del llamado “hombre de letras”, del escritor o literato “profesionalizado” que vive y escribe en función de un público que le reclama determinados tipos de texto, determinados órdenes de discurso. El proceso de su escritura, su génesis y evolución es algo que se pierde en los territorios del mito y aun de la leyenda. Mito y leyenda que el poeta contribuyó a crear, de acuerdo con su actitud reacia al mundo de la publicidad domesticada, etiquetada y clasificada. Esta vocación por la soledad, esta desconfianza por el negociado público de la cultura, ese rechazo del poeta por publicar, por ser conocido internacionalmente, por competir con los otros, por exponer su obra en público, en suma, por no vivir de la literatura, como institución social, sino vivir por la literatura, en su acepción de escritura pura, hace de CMR un verdadero raro en nuestro tiempo y en nuestra sociedad. Nunca fue lo que él llamaba un “publicador de libros”, nunca quiso jugar al más listo con nadie, como dice un uno de sus epigramas. Sabía muy bien que la gloria no es más que la suma de todos los “malentendidos”, como decía Rainer María Rilke. Nunca mantuvo correspondencia con los gerifaltes de la cultura internacional que constituyen de por sí una verdadera mafia, tan peligrosa y desalmada como la de los banqueros y los comerciantes sin escrúpulos. Jamás participó en Encuentros o Congresos o cosas por el estilo donde los escritores llegan a colocar su producto y a competir en el “reino de la vanidad y la mentira”, como acertadamente calificó Herman Broch a la sociedad literaria. Para ser más claros, nunca se promovió ni se interesó porque los otros lo promovieran, a pesar de que nadie como él en Nicaragua tuvo el reconocimiento tan joven. En la misma España, recién publicado su “Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos”, José María Valverde afirmó que “la poesía española se divide en antes y después de la llegada de CMR al país”. Pese a esto, nunca aprovechó nada de eso, ni los periódicos y las revistas españolas. Siempre fue indiferente a la fama y al espíritu de facción de grupo en combate. Eso sí: fue absolutamente fiel a la poesía en sentido estricto. O sea: el ser y mantenerse como poeta de tiempo completo.
De ahí que su obra no sea, lamentablemente, tan conocida como se debiera, mientras otros, menores y mucho menores que él, gozan de desmesurada fama. “Sin lugar a dudas”, afirma Iván Uriarte, “la actitud y comportamiento de CMR frente a la vida, su incapacidad para afrontar la cotidianidad, su negación de la familia, su eterna soltería con las musas tiene sus raíces en una postura lúdica ante el mundo que deviene, lógicamente, enunciado y discurso constante en su escritura. Se negó a la gloria del éxito empresarial.
Es evidente que CMR escribió muchísimo más poemas y poemarios después de LIS. Es evidente que este no es su único libro. ¿Por qué se negó a publicar otros? ¿Se debe esto a un sentimiento autodestructivo, a una negación radical de su estatus de “hombre de letras”? En realidad, esta actitud procede de una razón eminentemente crítica: una crítica radical de la sociedad de masas mercantilizada en donde la obra de arte es una mercancía y ha perdido, como dijera Walter Benjamín, su misterio o halo de aura, es decir, su antiguo carácter sagrado.
Consciente de esta pérdida de aura, de esta desacralización del arte en una sociedad donde el poeta y el artista ya no se comunica orgánica y espiritualmente con la comunidad, se rebela contra la imposición de realizar una Obra Maestra (perfecta, cerrada), lo cual significa rebelarse contra los Museos, las categorías de “géneros y estilos”, los aparatos ideológicos del Estado, como diría Althusser, la profesión de literato productivo que acumula cada año sus libros en los anaqueles y las vitrinas de las librerías, debidamente etiquetados como mercancía en serie.
“Si, ya sé, ya sé que lo que os gustaría en una Obra Maestra”. Esta declaración, tan contundente y categórica como un auto de fe o un enunciado de vida, nos explica el carácter nietzscheano de su escritura posterior a LIS. Entendámonos: escritura nietzscheana en cuanto se expresa en el fragmento, en el margen o los márgenes del discurso. La lucidez apasionada del insomne Cioran: “¿Cómo volver al día siguiente sobre una idea de la que nos hemos ocupado la víspera, si después de cualquier noche no se es ya el mismo? Quienes juegan el juego de la continuidad son unos farsantes. El fragmento: género decepcionante sin duda, aunque el único honesto”, dice a propósito el pensador rumano. La parte frente al Todo, la parte maldita, según diría Bataille, el fragmento que no llega nunca a cerrarse por ser precisamente eso: fragmento, trozo de corteza, aerolito de un Cosmos siempre inasible, siempre naciendo, apareciendo y desapareciendo: siempre en asombro ante el Paraíso como los ojos de don José Coronel (“abismo de luz mortal. / Abismo de caritativa luz mortal. / Acostumbrándonos un poco a ser eternos / con el paliativo de la mortalidad”), o el de nuestro insurrecto ante las pruebas de su condición animal darwiniana:
“No así tratándose de pelos.
Siempre de incuestionable procedencia ocurren
entre el pan y la margarina o la aséptica
sabana, ajenos al orden.
Yo si encuentro uno, un pelo mío propio torácico,
lo asgo con aprensivos dedos, como si extraño,
y lo extingo en el remolino cristalino
de la taza de jade –con mañaneras bilis”.
O el recuerdo centelleante de la infancia:
“Baño en la pila del traspatio
Lo deja un momento la madre
Enjabonado ciego escucha
Burbuja espuma deshaciéndose”.
No se trata de una poética fragmentaria, desordenada, desarticulada, incoherente e inorgánica. No: aunque no postule ni busque el cerrado o clausurado texto que constituye la Obra Maestra, la “clausura del círculo”, según diría Derrida, la poesía de CMR, pese a no haber sido reunida todavía en series de libros o poemarios que, impresos siguiendo un hilo evolutivo, daría una impresión de estabilidad, permanencia y eternidad, es fundamentalmente orgánica, organizada de acuerdo con una semántica, una sintaxis y un vocabulario profundamente personal y sistemático, excluyente de cualquier jerga retórica de moda, utilizada por lo que él llamaba, citando a Darío, “la canalla escritora”. Poesía impulsada por un afán de perfeccionismo inacabable que no le da cabida al discurso fluido, inspirado o libresco, que no le permite desarrollar ninguna materia verbal que no sea la de la propia esencia de la palabra: la palabra vuelta sobre sí misma, en sí misma y contra sí misma: la palabra pulida, desollada, afilada, que termina devorándose a sí misma, no permitiendo no sólo la posibilidad de la Obra Maestra sino la misma existencia física del libro como objeto de comunicación interactuante:
“Bien vengan soledad y tiempo.
Por nuestro Libro nos libremos.
El golpe de hacha sobre el témpano.
Y la telaraña del hielo.
PERO NO HAY REMEDIO.
(“Glosa al capricho No. 6 de Goya
y a una carta de F.K. a FB”)
“Se supo entonces que el vacío
no era cóncavo, sino convexo.
Que no existía, pero se chocaba
contra él.
Crisma carisma.
En el éter sin ruidos el guijarro ardiente”.
(“Carisma”)
Este radicalismo del poeta, consecuencia de esa manía perfeccionista que lo hace constreñir su propia lengua en virtud de expresar la propia esencia humana, nos hace recordar a otro gran poeta, el francés Paul Valery (uno de los maestros de Carlos, aunque nos parezca lejos de él, por su racionalidad y su armonía geométrica mediterránea) cuando decía que “un poema nunca se acababa, sino que se abandonaba”. O cuando afirma que “el poema está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser”. De ahí que no nos asombremos ante la manera de trabajar de CMR. En palabras de Rimbaud: “un horrible trabajador” que emborrona y emborrona cuartillas, produciendo un sinnúmero de variantes de un mismo texto. Poemas de lenguaje torturado con resplandores escalofriantes que incitan a José Coronel Urtecho (su maestro en el solar nativo) a compararlo con el del peruano César Vallejo.
Cuando CMR deja o abandona un poema es porque ha decidido que el grado de acabado de una obra no es, como dice Cioran, “ninguna exigencia del arte o de la verdad, sino de la fatiga y, aún más, del asco”. Tampoco se trata de una poesía esotérica, barroca, confusa o difusa. No: nada más lejos de CMR que la voluntad de oscurecimiento del texto. Qué distinto a tantos y tantos escritores que se creen modernos por oscurecer gratuitamente conceptos o imágenes, o por introducir palabras raras o alambiques estrafalarios. En este sentido hay que destacar la calidad de poeta que fue CMR: un verdadero maestro que daba una lección de claridad en cada poema que escribía, basado en la realidad real y otra, en la realidad de mundos que no están en las nubes sino en éste: en nuestro mundo de experiencias limitadas y concretas, de sensaciones y sentimientos finitos y contingentes como la esencia humana. Un maestro para quien la cultura (la suma de realizaciones artísticas y simbólicas del hombre a través del tiempo) tenía un sentido profundamente vital. No para contemplarla como si fuera algo etéreo o situado en un nicho, sino para vivirla y socializarla (no en el sentido colectivista o filantrópico de la palabra, sino en su sentido creativo y educativo), pregonarla y predicarla con toda su carga crítica, disolvente, heterodoxa y subversiva. ¿Qué poeta sin esa claridad ética y estética, sin esa voluntad granítica de forma y de fondo, sin ese arrojo impugnatorio, sin ese desafío a los mitos consagrados, podía haber escrito el “Beso para la mujer de Lot”: ejemplo magistral de desconstrucción del mito bíblico desde una perspectiva moderna?
Esta conciencia de saberse poseedor de una ars poética sin concesiones lo llevó a sostener y a proclamar cada vez más el carácter vital e instintivo de la poesía, identificando vida y poesía, persona y escritura, verdad literaria y verdad vital. Una vez dejado atrás el testimonio conmovedor de LIS, monumento de claridad reveladora y precisión verbal, en una época tan urgida de ella, CMR se preparó para la redacción de “Infierno de cielo” y “Dos Murales USA”, este último publicado, junto con “Los testigos oculares”, en 1964, en la revista madrileña “Cuadernos hispanoamericanos”. Después, la publicación de poemas aislados y el anuncio de libros que nunca saldrán: libros-mitos, libros leyendas como Allegro Irato o colecciones de poemas como ANTROPOLOGIAS, EL ASCO Y LA LIRA, FANTASMAS Y PRETEXTOS, CARMINA FIGURATA, CALCOHOLMANIAS, ASCETICA y otras. Una poética de formas breves, ceñidas a la esencia misma de la palabra y a la visión de expresión ósea, sobria, desértica, en donde desolación y privacidad son lo mismo y dicen lo mismo:
“Ni me voy ni me quedo
ni he estado. Evidencias
corrompidas de la irrealidad,
la suma. Muebles que no fue
familia, en montepío sellado”.
El testimonio de un individuo sin transición, un poeta que se autorretrata en el retrato de Baudelaire, ese “Ecce homo” que nos habla tan claro al oído, revelándonos las razones del hombre (el poeta, Charles Baudelaire, mi “hermano, mi semejante, mi demonio”) abatido por el Tedio, el Horror y la Vacuidad del mundo “plástico, supermodelado y vacío”, atribulado por la dualidad insuperable de infierno y cielo:
“fijo sin apartarse un segundo del ho-
rror el rictus ascético del debauché
frente surcada rayas manuscrito manus-
crito espinas ceño borrador nocturno
ilegibles pruebas de imprenta huellas
del hombre viejo tras el hombre nuevo…”
“La contradicción”, dice Bataille, refiriéndose a Baudelaire, “entre un rechazo del Bien y la creación de una obra duradera compromete a la poesía en un camino de descomposición rápida, en el que la poesía se concibe, cada vez más negativamente como un perfecto silencio de la voluntad”.
“El infierno del mundo supera al infierno de Dante en el sentido en que cada hombre es un diablo para su prójimo”. Estas palabras de Schopenhauer, filósofo muy frecuentado por CMR, tan querido por éste como por el novelista español Pío Baroja, también santo de la devoción de nuestro poeta, nos iluminan en cuanto a la persistencia de lo infernal en la escritura de visiones fragmentarias de CMR. “Patrística”, por ejemplo, en donde el Mal tiene una categoría ontológica desplegándose en imágenes escatológicas (“donde un periódico en llamas negro aventado / se arrastra como ala del Mal extinguiéndose”), conformando una genealogía cíclica que refleja y revela la “rutinaria desolación de los padres”.
Hay que destacar el hecho que desde los años 70, dejada atrás la experiencia catártica que le hizo concebir y ejecutar los MURALES USA, texto que a mi juicio es el más acabado, ambicioso y perfecto de toda su obra, su poética fue adquiriendo, a medida que aumenta su sabiduría y su experiencia, un tono y una intención didáctica, sin caer en la frialdad y la rigidez característica de los neoclásicos que introdujeron, siguiendo a los clásicos grecolatinos, ese tipo de intención en el oficio literario. Es evidente que nuestro CMR es un poeta de estirpe romántica, por ética y conducta, por su rebelión y rechazo del mundo moderno y por su acendrado individualismo y, por supuesto, por su experimentación permanente en el versolibrismo, pero también hay que añadir que su progresivo alejamiento del ensimismado Yo romántico tradicional lo fue introduciendo cada vez más en la concepción del acto poético como una lección, como una materia expuesta para ser explicada. Poetizar como sinónimo de educar, revelar, ejercitar, aconsejar o amonestar. Poetizar para transmitir la verdad, lo que está oculto bajo la maraña de la mentira oficial, la retórica mimética a la moda. Así, como ejemplo, su famosa elegía en la muerte de la poetisa argentina, Alejandra Pizarnik, enviada al poeta nicaragüense Francisco Valle.
Elegía que es, dado su tono impugnador y novedoso, una antielegía, una renovación del género elegíaco en nuestra lengua. En efecto, pese a la situación dramática, la lamentación de dos poetas que fueron amigos de esa poetisa especialmente patética que fue la Pizarnik, hay una profunda ironía reveladora de una desconfianza y recelo frente a la escritura elegíaca tradicional. Toda una lección del poeta frente a la verbosidad muchas veces falsa e impostada de los productores de elegías. El poeta, impactado por el suicidio de la poetisa, se limita a informar escuetamente sobre la decisión radical de ésta, advirtiendo a Valle sobre la imposibilidad de penetrar sobre la verdad o misterio de los seres que escogieron el silencio, desechando tanto el enfoque exteriorista o coloquial o la perspectiva intimista o “maloliente”, “traperos de poemas hediondos a ropa sucia, cuando hay / que revolverla toda hurgando / para buscar en un bolsillo algo extraviado”. Desenmascarador implacable, desmitificador lapidario, Martínez Rivas aprovecha todas las ocasiones para dar una lección no solamente estética (en el sentido de estrategia textual) sino moral y filosófica. La poesía como paideia, como educación, como querían los griegos y quería don Salomón de la Selva, a quien le dedica un poema de esplendor y filiación mallarmeana: “El lector, Panegírico”. La poesía para enseñar y ser enseñada. La poesía como lección de claridad que surge no de la visión fría y esquemática de la lógica o del espíritu de sistema, sino de la propia noche oscura del alma, de la tiniebla a la luz, del infierno al cielo, y del cielo otra vez al infierno.